lunes, 28 de julio de 2008

Las horas que me esperan

Lo extraño es que hoy desperté sintiéndome alegre y liviana. Eso no suele pasar, mis mañanas son siempre ásperas y terriblemente lentas. Conforme pasa el día se me van sacudiendo las lágrimas y las perezas, durante la tarde podría decirse que mi hastío es tolerable, común y corriente, y al llegar la noche por lo general mi ánimo ha logrado elevarse un poco más, al menos hasta el punto de permitirme tener ciertas ilusiones, hacer planes y creer en cosas.

Siempre he pensado que se debe a mis sueños. Bueno, quizás no siempre, pero desde hace algún tiempo lo creo así. Me he sorprendido a mi misma teniendo sueños muy tristes, tristísimos, donde siempre me encuentro con 2 o 3 personas que se han arrancado de aquí. No es nada extraordinario: hablamos, como antes, paseamos por las calles, como antes, chateamos, reímos, o nos despedimos, como antes. El problema es que en mis sueños, yo siempre sé que estoy soñando, y entonces resulta frustrante saber que sólo así, y sólo ahí, puedo encontrar a mis gentes perdidas. Es casi como hablar sola, como leer historietas de ciencia ficción. Es casi como una masturbación a medias, sustitutiva y seca, que no llega nunca a ser plena porque jamás pretende ser lo que es: quiere siempre ser otra cosa, otra persona, otros dedos.

Así sueño yo con ellos, especialmente con ella, y de vez en cuando con él. Hablamos de la vida y sus días tan absurdos, hablamos y cuando articulo sé que digo palabras de sueño. Y cuando me responde, con sonrisa o indiferencia, sé también que sus gestos, su piel, su cuerpo entero está hecho de sueño. Y es la nostalgia.

Entonces despierto con lágrimas en los ojos y maldigo el mundo entero, mi estupidez rotunda, mi imprudencia cobarde, eso: mi cobardía ante todo. Lo maldigo todo y quiero enojarme mucho, pero no puedo, la melancolía puede más que mi rabia. Y sé en ese momento, como en todos, que jamás podré encontrar a mis gentes como en mis sueños, pero sé también que podría buscarles en otras partes, en estos tiempos. Podría pero no lo hago por la misma cobardía de siempre, y porque la nostalgia me inmoviliza, y el miedo y las lágrimas son adictivas. Por eso odio las mañanas, son tibias y añejas.

Pero hoy sucedió al revés, completamente a la inversa. Desperté con energía y un empuje nada cotidiano, pero con las horas me ha ido entrando esta tristeza casi pastosa que nunca he sabido controlar. Lloré un par de lágrimas pensando en que la extraño, pensando en que en este momento debería llamarla, y sin embargo no lo hago. No lo hago yo, ni lo hace ella nunca.

Busco distraerme, como siempre, entre letras y códigos de un monitor, entre páginas de libros, o siestas de la tarde. Pero no lo consigo, al menos no por completo.

Son apenas las 3:30 de la tarde… No quiero imaginar las horas que me esperan.

viernes, 4 de julio de 2008

Cuatro de julio

4 de julio, ¡qué día de mierda! Día de asquerosas culpas y resacas perennes, y muertes a distancia que igual se lloraron, pero a solas. Qué día de mierda este en que despertamos, como si nada hubiese pasado ese 3 tan desgarrante, ese 2 asesino, ese ayer y ese antier que no soporto. Y los gringos celebrando como idiotas, con banderas y cervezas, y toneladas de pólvora. Y yo recordando aquellos ojos de fresa que mis amigas y yo dibujamos sobre un pastel, hace más de seis años, cuando existían.

Qué asfixia al despertar un año más con el recuerdo de un muerto, y saber que entre nosotros poco o casi nada. Qué hastío los hijueputas yanquis robándose nuestro duelo. Qué más da, somos pocos, quizás demasiado pocos. Pero somos un puñado de algunos, que en un día como hoy no olvidamos.

Explosión de infarto

Leyendo a Galeano decidí cómo quiero morir. Siempre pensé que lo mío era el suicidio, cuando menos la eutanasia. Pero no, hoy sé que quiero que se me explote el corazón. Así, en un día cualquiera, sin avisarme. Que se me estalle nada más, como se estallan las bombas de los niños cuando su ilusión no les permite dejar de soplarlas. Y en esos segundos de silencio y cosquilleo, que permutan la extasiante contorsión del estallido, espero recordar las palabras de Galeano: “Y nada tenía de malo, y nada tenía de raro, que se me hubiera roto el corazón, de tanto usarlo.”