jueves, 28 de agosto de 2008

No es un problema de tiempo, sino de vida

me descubrí de pronto cantando las palabras cambiadas de una estrofa que conozco perfectamente de memoria.
intenté explorar mi lapsus.
esto es lo que encontré
La vida a mí me puso en otro lado.

Esa, La Vida, viva como un dios imponente y egoísta, cargada de respuestas a preguntas jamás hechas, cínica, embustera, codiciosa, toda, toda. Vida que viviendo se nos impregna en las carnes, como un parásito asqueroso y claramente no deseado, se nos mete por las uñas, por los poros y los pelos, y rebosante de triunfo nos subyuga al acordeón del tiempo. Esa infeliz vividora, oportunista maldita con delirios de grandeza, esa es la que con antojadiza soberbia me puso, a mí, en otro lado.

A mí. A mí que con las sombras camino desde hace meses, quizás años, que ante el espejo reflejo silueta de nebulosa, cara sin rostro fijo, cuerpo blanco-de-muerto. A mí que yo cadáver, que yo muerto en vida, dicen; a mí que soy apenas cobertura, comedor y transporte del mencionado parásito.

Me puso con sus garras porque puede hacerlo. Me agarró del cabello, que a veces por las mañanas es greña o pastizal, y cual si fuera yo un adorno de escritorio, o un puñado de papeles con registros de colores, me acomodó donde quiso o donde le quedó más fácil. Y lo hizo porque puede y porque sabe que lo puede, y con su altanera fuerza, que me enfurece tantísimo, me tiró azarosamente fuera de todo destino.

En otro lado. ¿Adónde? En un agujero tranparente. Que no es lo mismo que decir en campo vacío, en callejón solitario, ni mucho menos en agujero negro. Porque todos esos lugares conducen a algo, o por lo menos abren la posibilidad de que por pura casualidad, o por lástima forzada, alguien los cruce de repente y se encuentre con el cuerpo que los puebla. Pero en mi agujero vidrioso, en mi cañón imposible, no entra más que aire y bocanada, destellos de los pasos que alguien camina afuera, el eco de las voces, el olor de las sonrisas. Y así desde ese hoyo no es que se pueda morirse, ni que se exista solo, ni que se pierda la sombra. Sólo se vive siempre como en cárceles de aire, con barreras semipermeables que dejan pasar caricias pero filtran los futuros. Es como un hueco profundo que succiona siempre hacia abajo, pero permite ver todo, absolutamente todo, lo que se pierde al caer.

Entonces, es así. La vida a mí me puso en otro lado. O, lo que es igual, ese infeliz parásito arrogante, agarró al cadáver nublado que conformo, y lo tiró con su antojadizo poder hacia un hoyo transparente donde se pierde el mañana, pero que todo lo deja ver.

FIN

La vida a mí me puso en otro lado

me descubrí de pronto cantando las palabras cambiadas de una estrofa de canción que conozco perfectamente de memoria.
intenté explorar mi lapsus
esto es lo que encontré


La vida a mí me puso en otro lado.


Esa, La Vida, viva como un dios imponente y egoísta, cargada de respuestas a preguntas jamás hechas, cínica, embustera, codiciosa, toda, toda. Vida que viviendo se nos impregna en las carnes, como un parásito asqueroso y claramente no deseado, se nos mete por las uñas, por los poros y los pelos, y rebosante de triunfo nos subyuga al acordeón del tiempo. Esa infeliz vividora, oportunista maldita con delirios de grandeza, esa es la que con antojadiza soberbia me puso, a mí, en otro lado.

A mí. A mí que con las sombras camino desde hace meses, quizás años, que ante el espejo reflejo silueta de nebulosa, cara sin rostro fijo, cuerpo blanco-de-muerto. A mí que yo cadáver, que yo muerto en vida, dicen; a mí que soy apenas cobertura, comedor y transporte del mencionado parásito.

Me puso con sus garras porque puede hacerlo. Me agarró del cabello, que a veces por las mañanas es greña o pastizal, y cual si fuera yo un adorno de escritorio, o un puñado de papeles con registros de colores, me acomodó donde quiso o donde le quedó más fácil. Y lo hizo porque puede y porque sabe que lo puede, y con su altanera fuerza, que me enfurece tantísimo, me tiró azarosamente fuera de todo destino.

En otro lado. ¿Adónde? En un agujero tranparente. Que no es lo mismo que decir en campo vacío, en callejón solitario, ni mucho menos en agujero negro. Porque todos esos lugares conducen a algo, o por lo menos abren la posibilidad de que por pura casualidad, o por lástima forzada, alguien los cruce de repente y se encuentre con el cuerpo que los puebla. Pero en mi agujero vidrioso, en mi cañón imposible, no entra más que aire y bocanada, destellos de los pasos que alguien camina afuera, el eco de las voces, el olor de las sonrisas. Y así desde ese hoyo no es que se pueda morirse, ni que se exista sólo, ni que se pierda la sombra. Sólo se vive siempre como en cárceles de aire, con barreras semipermeables que dejan pasar caricias pero filtran los futuros. Es como un hueco profundo que succiona siempre hacia abajo, pero permite ver todo, absolutamente todo, lo que se pierde al caer.

Entonces, es así. La vida a mí me puso en otro lado. O, lo que es igual, ese infeliz parásito arrogante, agarró al cadáver nublado que conformo, y lo tiró con su antojadizo poder hacia un hoyo transparente donde se pierde el mañana, pero que todo lo deja ver.

FIN

martes, 26 de agosto de 2008

Ante el menú de muertes

A ver, seamos sinceras, cualquier opción terminaría matándonos. Podemos elegir sólo la muerte, aunque en distintas formas y en variados sabores. Por ejemplo, pudimos escoger la muerte pronta, rápida y asfixiante como explosión de árbol floreado. Sí, pudimos escogerla y suicidarnos, en medio de un desorden poli-triangular, casi romboide, donde no hubiese quedado nada más que huellas de explosiones devastadas y despilfarros de excesos de pasión.

Pudimos también haber optado por el modo soñador y masoquista, por la esperanza-en-futuro, por el optimismo cobarde que insiste en que algún día todo podría mejorar. Pudimos haberlo intentado de esta forma, que es la que yo quería, y habernos tragado las ganas, los colores, las caricias, a cambio de una miseria de momentos, quizás nunca íntimos, quizás jamás completamente nuestros. Pudimos haber escogido estos cuidados paliativos, y habernos ido muriendo de forma lenta pero suavecita, con anestesiosa amistad y artificialidad intravenosa.

Pero no. Quiso usted ser valiente y ser directa, quiso por primera vez hacer lo mejor o al menos lo debido. Yo insistí en mi berrinche y en mi llanto, en aferrarme a mi muerte electa, en pedir con tierna desesperación la artificial anestesia. Pero usted, más sólida y contundente, aunque igual cargada de desgarros y sangres lagrimosas, pudo sortear la cobardía y resistir el olor de las flores ausentes.

Entonces eligió la más dura de todas las muertes. La muerte para siempre sin futuro ni descanso, la muerte que es eterna pero no tiene cielo. La muerte de Galeano en esa nocheprimera (es decir, la muerte de mujer atravesada en la garganta). La muerte del desahucio sin anestesia ni eutanasia, sin calores rápidos ni mentiras que adormezcan. La muerte por completo, de frente y a secas. El cáncer con el nombre que se llora entero.

Y así será. Que se haga lo valiente y lo certero, que se nos venga la muerte y se pose en la mirada hacia adelante. Que muramos la muerte hasta que se muera toda, aunque nos lleve la vida, o la mitad de ésta.

Ensayo de blasfemia para ateos

Carlos, yo ni siquiera pude hacerlo en rima

En días como hoy, y noches como anoche, conviene creer en dios para poder maldecirlo. Al menos eso comentamos en nuestro cobarde chat que quiso ser una carta de suicidio, pero sólo logró convertirse en poema. Conviene creer en dios para culparlo de todo. De ese viernes atardecido en que se me pegó un heraldo negro mientras trataba de dejar ir media vida bajo las jacarandas de la universidad. Conviene poder culparlo por la estúpida rigidez del gobierno mexicano, que nos arranca de golpe la isla hacia la que remábamos en barcos hechos con madera de noviembre y clavos de futuro-a-corto-plazo. Conviene poder reclamarle por esta vida de mierda, por este mundo opresivo donde no existe asidero. Conviene pedirle que rinda cuentas por esta generación de hidroponía que somos, por habernos hecho crecer del aire y del agua, sin tierra a la que aferrarnos, sin bandera que nos defienda, sin revolución armada.


En días como hoy yo quisiera ser pancista y poder declararme acomodadizamente pandereta. Y entonces le gritaría al cielo que dios es un hijueputa, que me castiga por pecados disfrutados, por caricias dadas, por insolencia sabrosa. Podría yo tirar piedras contra las iglesias, escupir las escrituras, cagarme en los que gozan de la tierra prometida. Tendrían entonces un destino mis protestas, mis aullidos agónicos, mis desgarros de carnes, mi cáncer-con-nombre en potencia.

Si pudiera culpar a dios maldeciría su perversa existencia. Pero no puedo, porque no existe, y entonces me quedo igual que antes, estancada en la hidroponía, gritando contra el viento, tirando piedras al vacío, gastando mis puños contra enemigos ausentes, reclamándole al tiempo por darme otro día más de vida.

martes, 5 de agosto de 2008

esa carta

Escribir con los ojos rendidos
y las palabras cortas.
Escribir una carta que no debió existir nunca,
que debió ser voz y llamada,
al menos un gesto,
una caricia,
un silencio plagado de miradas.
Se escribe desde la distancia,
desconociendo el destino,
la reacción de quien la reciba,
el tiempo que la rodea.
Se espera que haya una respuesta,
y se le cubre con lágrimas,
con silencios y propuestas,
con arañazos de ausencia
y reclamos de nostalgia,
con muchas ganas de encuentro,
con ínfulas de perdón.

lunes, 4 de agosto de 2008

Cuando el concierto acaba y se encienden las luces

“Las patas de mi gallina”, “los pollos de mi cazuela”, “más vale sólo”, “que me lleva candanga”, “nos fuimos y me fui”, “ya está”. No entiendo por qué estas frases, entre muchas otras, rebotan por mis entrañas cuando busco el silencio que no tengo.

Hoy recordé algunas cosas de mi infancia: el número de teléfono de mi prima (223 44 19) y hasta el de mi tercera casa (227 91 11), recuerdo los vidrios del kínder explotador, el disfraz de batman de Alejandro y el de Robin de Fernando, la foto de mi abuelo, a quien nunca conocí, colgada en la habitación de mi abuela, y una pequeña silla que todos decían que era de él, y en mi cabeza no tienía sentido alguno (¿cómo, si mi abuelo fue un viejo, iba a tener una silla tan pequeña?). Recordé que solía comer pan con mantequilla y azúcar, que me gustaba todavía la gelatina (especialmente la verde), que creía que mi hermano nacería multicolor, y que una vez fui a las carreras de caballos (cuando existían) y todos le apostamos al caballo que mi papá dijo que era el mejor, todos menos mi prima, que le apostó a un tal caballo Mora, solamente porque tenía el mismo apellido que ella. Adivinen quién ganó.


Todas esas cosas las puedo recordar con increíble detalle, incluso mejor de lo que esas personas logran recordarlas. Lo que daría hoy por tener esa memoria… por recordar las formas, los olores y los colores, pero sobre todo las palabras, las voces, los secretos que dijimos, y las risas que nos reímos, los tiempos esos que ya no tengo.


Creo que nunca había añorando con tanto ardor una buena memoria. Quisiera recordarlo todo, no sólo lo que pasó, sino sobre todo lo que sentí. Pero en cambio sólo tengo un recuerdo borroso y explosivo, que no logro enfocar ni reproducir por completo. Un recuerdo que me insiste y me asegura que pasó, que yo viví ese momento, y que fue en definitiva de los más intensos y felices que he tenido y que tendré.


Recuerdo sobre todo ese concierto. Tanta gente en la Sabana frente al lago, vino barato, frío y humo plácido. Leon Gieco que cantaba con los brazos, y todos nosotros, nosotros todos, aplaudiendo y balanceándonos al mismo tiempo.

Así es la sensación, ya lo he dicho antes: como de haber ido a un excelente concierto. Nunca queremos que acabe, no podemos creer que haya pasado tan rápido y siempre nos deja queriendo más. Nos produce una amargura dulce cuando lo recordamos, porque es inevitable la nostalgia y el reclamo a la memoria por no haber guardado cada nota tocada, cada palabra dicha, cada baile ejecutado. Pero al menos nos quedan los recuerdos, borrosos y excitados, por supuesto, pero al fin recuerdos. Y podemos saber que sí ocurrió, que lo vivimos, aunque noches como esta nos reclamen, en los ojos y en los dedos, todo aquello que hace rato se perdió.

Un gallo mal escupido

Nada podría esperarse de una noche de lunes, como hoy, luego de una tarde de escándalo de gotas explotando contra latas, luego de una tarde de esas que se hacen eternas y no hay forma de acortarlas, ni leyendo, ni durmiendo, ni llorando. Nada podría esperarse más que un poema triste y corto, de esos que, por supuesto, en noches como hoy no logro nunca encontrar. Y yo así, sin triste poema corto, sin tangos añejos lejanos y sin llamadas devueltas, espero con ansia encontrarme un reguero de palabras que otro infeliz (como yo) haya podido dejarme, dejarnos, para mendigar.

Por suerte encuentro el texto de un jovenzuelo conocido (y no es que yo sea señora que visita a sus muertos, sino que realmente conozco al susodicho), y leo saboreando cada frase y cada esquina. No es ningún poema corto, ni cuenta una historia triste, pero le otorgo la tristeza porque es lo que al probarlo me evoca. Seguro en una tarde como la de hoy, en una noche, ese jovenzuelo sufría el mismo padecer que sufro casi todos los días: aquel que no se cura porque no es enfermedad, pero se siente y se llora, y sobre todo se escupe, en forma de gruñido, de pedrada contra un vidrio, de humo blanco espeso, o de poema corto, por lo general muy triste.