domingo, 17 de mayo de 2009

Triste domingo interminable

Debí haberlo comprendido antes, al menos algunas horas antes de adentrarme en esta oscuridad. Este domingo nefasto se me adhiere a la piel cada vez que intento despertarlo. Debí haber escuchado mi tristeza interna, esa que dejo pasar por alto desde que se me volvió hábito, vicio y costumbre. Cada siesta involuntaria que tomo, cada pesadilla inevitable en que me sumerjo, todo era apenas domingo, domingo este, tan gris y tan necio. Debí haberme dormido de nuevo, cada vez, cada sobresalto y taquicardia que me despertaron, debí haberme quedado en la cama sin importar cuántas páginas tenía que recitar hoy, debí haberlo dormido entero, domingo diecisiete de mayo, domingo gris y nefasto. Y en cambio desperté y escuché el silencio asfixiante, la quietud insoportable de algo que sale de lo trivial. Quizás otro diafunto, como diría Carlos, quizás apenas mis ganas de creerme la potencialidad violenta de cambios en el clima. Quizás cuando por enésima vez me despertó un mal sueño, y en mi cabeza tarareaba a Chico Buarque “duerme mi pequeña no vale la pena despertar”, quizás en lugar de enojarme y reclamarle al domingo que me obliga a auto-cantarme mórbidas nanas , reclamarle que no estás vos, ni siquiera para decirme que mejor me quede durmiendo, que no abra los ojos, para decirme pequeña, o cualquier nominación que se te plazca, yo, quizás, debí en lugar de berrinche haber emprendido nuevamente el sueño. Y no lo hice. Desperté a medias y a intervalos, apenas para enterarme que en este domingo turbio, calladísimo y pegajoso, gris hasta las ojeras, mal soñado y solitario, en este domingo triste, como tristes son muchas veces los días, se nos murió Benedetti, se quedó calladito como este maldito domingo con su silencio absurdo y su quietud tan de muerto. Pero mientras muere un dios su muerte irrevocable, este domingo gris finge diez veces su muerte, y en un arrebato de crueldad perversa pareciese amenazarnos con no acabarse más nunca. Triste domingo interminable. Tenía razón Chico Buarque martillando en mi cabeza, hoy no había que despertarse.

jueves, 7 de mayo de 2009

planes para mañana

chusmillas, tractomulas y cualquiera que se sienta convocad@

A veces, sólo a veces, el vacío del afuera es infinitamente comparable al vacío interno que se carga a cuestas. Equilibrio insoportable. Es cuando no queda de otra que amarrarse los zapatos, o el pelo, o las enaguas, o lo que pueda amarrarse, da igual. Y así amarrado o amarrada salirse a caminar, a encontrar caras igualmente fruncidas entre la muchedumbre con faz de distracción. Y ahí está. Enciéndase un fueguito, ofrezca su mano y su beso, abra un paraguas o dos, prométale una compañía de vida, o al menos de ratito, o de cuánto se haga necesario. Núeguele a Santa Lucía porque aparezca doña Miriam, o en su defecto cualquier señora que le invite irse de viaje. Y ya con neblina adentro, que por supuesto no es lo mismo que vacío, puede intentar desafiar prohibiciones porcinas y escaseces paranoides, y en algún rincón mugriento de un bar de malasgentes, donde crecen contra todo pronóstico flores y hermandades eternas, ahí puede intentar también descompensar ese equilibrio incómodo entre equiparables vacíos, llenar su boca y garganta con líquidos destilados y acumularlo en la panza todo por un rato, para sentir que algo se anda, que adentro no es lo mismo que afuera, que aunque el interior es hueco no está vacío ni plagado de contenido ausente. Llénese la boca de risas, aunque tenga que agarrarlas del aire. Llénese los párpados de seca, cédale a otros líquidos sus lluvias. Y llénese las manos de gente, eso es lo más importante, no es que puedan llenarle el vacío, pero sin duda ayudaránle a distraerlo.

martes, 5 de mayo de 2009

No sé por qué doy vueltas y rodeos que aplazan mis arribos, no sé, por qué postergo una y otra vez mi llegada, si al final termino siempre tropezando con su tumba en mis paseos como en mis huídas. No sé por qué no agarro de una vez el bus a Coronado, y en su lugar pretendo escaparme de ese encuentro, de esa meta recurrente adonde acaban mis lágrimas. En cualquier caso resulta siempre igual. Entro por el portón abierto y camino a la derecha sobre el césped hasta encontrarme su tumba, y ahí me quedo mirándola, como si todavía no acabase de entender cómo es que llegó usted a estar ahí, y no yo, que hubiese parecido lo más certero. Lo miro con envidia, y no de la buena, ese cubículo blanco que es su ya no tan nueva casa, el silencio de voces adornado apenas con el ruido de llantas y motores que no se detienen a preguntarle cómo anda. Usted tan callado como siempre, tan tragándose la rabia que ya ha de habérsele disipado al encontrar su triunfo perverso, la burla de todos los que nos quedamos mirando. Yo miro con fijeza ese dos mil dos y me dan ganas de vomitarme los años. Cómo ha pasado el tiempo y usted siempre tan callado, y yo sin haber podido nunca llegar a vocearlo. Usted con sus ojos de fresa más cerrados que hace 7 años, más cerrados que siempre y jamás hemos podido nosotros cerrarlos. Me da envidia de la fea, de esa que algún conservador describiría de enferma, y un hidropónico compartiría al instante. Usted con su arritmia certera, con la puntería exacta de un guerrero valiente, y yo, apenas con una taquicardia que ni cosquillas hace, con un diagnóstico para idiotas que no creen en el placebo. Sí, me da envidia esa suerte suya, suerte que aquel conservador llamaría desgracia o injusticia, pero un hidropónico derramaría las babas con la mera posibilidad de contagiarla. Y entonces suelto la carcajada fría que constituyen mis llantos y le lloro unos cantos salados mojándole esa casa suya que ahora está siempre tan blanca. Cuando por fin me callo y pongo curitas sobre las heridas que cargo en las pupilas, le pido perdón a usted, y no al mundo ni al tiempo, ni a sus amigos, profesores y familias, a usted por envidiarlo tanto y desearle la vida a cambio de su suerte. Va a disculparme, sí, aunque no quiera, porque esa es la ventaja de estar muerto, ya a usted nada le importa, si yo vengo a llorarle mis secretos y le reclamo la noche en que hace seis años, once meses y veintiocho días me robó usted mi campo y mi turno en la fila, sí, nada le importa ni escucha mis palabras, ni sabe que le hablo de usted y que lo visito con frecuencia, usted no sabe nada, y esa es la ventaja de estar muerto.

domingo, 3 de mayo de 2009

calendario lloroso

Tengo ganas de llorarme el almanaque. Los días feriados, los cualquieras, toda su sucesión que con irreparable insolencia pasa sobre mi vida dejándome las huellas de sus cascos. Tengo ganas de llorarme el almanaque, y no, no es porque haya amanecido lloviendo. Mis lágrimas más que líquido son tiempo, van dibujando los meses, las semanas aquellas, van deformando mis huesos como deforma el tiempo las ramas de los árboles, los remos de los botes, las verjas del cementerio. Yo apenas procuro atenuar dolores, existir los días como si fueran gotas. Y entonces el llanto deviene necesario e isotópico. No queda más que llorar la vida, y llorar el almanaque, y querer hacerlo cuando amanece lloviendo como cuando amanece a secas. No queda más que llorar la vida y el alamanaque entero, queriendo hacerlo, porque no queda de otra.