lunes, 25 de julio de 2011

las palabras como arañas

A veces pasa el tiempo y, bien, las palabras no me recorren los dedos. Me habitan todo el tiempo, vale no confundirse, pero se duermen cansadas y faltas de oxígenos, secas, tiernas, quietas, desnutridas, a la espera de una gota fría que pueda dibujarlas, escribir sus contornos en mi espalda, señalarme los bordes de su estancia. Yo juego a olvidarlas y levanto con toda alevosía mi nariz, me cubro con perfumes tiesos, cotidianos de tibia templanza, y boto por mis poros la cordura, intrépida mesura que me atrevo a conjugar con verbos irregulares en condicional, como haría, tendría, sabríamos y podría. Hasta que llega esa gota perdida a mojar mi silencio, el escalofrío congénito que resurge de mis agujeros, el soplo en el corazón, la vida toda que no es más que este conjunto de metódicos zumbidos y paréntesis. Despiertan las palabras maratónicas y antiguas, apelotadas, vivas, ruidosas y continuas, creciendo como musgo entre mis troncos que se quejan con el viento y con el sol. Y cambio entonces el condicional por subjuntivo, y exclamo verbos conjugados en presente. Recorren como hormigas mis manos todas, o como arañas que ocupan en invierno un pastizal. Se caen y desbordan mis pelajes, mi piel que es un lienzo más bien pobre, se escapan por mis labios y mis ojos y anidan insolentes en mis uñas. No logro articularlas todas, son pequeñas en fin mis manos, y a veces no me alcanzan para performar.