para Oventik y sus desconocidos
Un año que a veces parece la vida. A veces termina siéndolo. Yo apenas guardo el sabor de esa sonrisa periférica que me acompañó tres días, el exquisito oxímoron que provocaba el viento helado golpeando mis dientes y encías, secando insistentemente mi saliva sin que mi boca cediera un instante esa absurda bandera que había logrado encontrar. La sonrisa, mi estado natural durante tres días, y sus réplicas que circundaron semanas, con una mueca menos insistente pero igualmente absurda, la anticipación del encuentro, como un niño que espera dormirse para engañar al tiempo cuando no quiere cooperar, las secuelas, las huellas hondas, la sed que provoca un brevísimo instante de saciedad; mi sonrisa, pegajosa y molesta, más sabrosa que nunca, hace apenas un años, la vida, el dolor, las esperas, la vida, como siempre, se nos vuelve a escapar.
Hace meses que no escribo. Casi tres, o casi un cuarto de vida, que es lo mismo. No tengo respuestas ni excusas, tengo dos manos lisas, sin heridas ni cayos, apenas cansadas de tanto tecleo y con las uñas rotas. Pienso en el 11 de noviembre. Ese día en que nacimos justo a la medianoche, en una fría plaza universitaria, esa noche que nos parió enteros, ya adultos y conocidos, ya enredados e incrédulos y hartos. Yo cargaba algunas latas en mi maleta y un bolso con chucherías para aguantar la espera. Carlos tenía una boina y Esteban tenía frío. Vos llevabas libros que luego venderíamos a precio de golosinas, y llevabas también una sonrisa, como la mía, sonrisa de recién nacido.
Al otro lado del mundo la luz ya era día y cansancio y ella tecleaba y miraba videos, miraba en su pantalla la deshojación de un árbol virtual, más triste que sagrada, más lejana que viva, y las flores que caían desaparecidas, como todo, como la nieve y las canciones que en voz de una niña nunca le deberían faltar. Desaparecidas las flores, los abrazos sinceros, el beso de su compañero, las flores, los encuentros, los sabores latinoamericanos, el tiempo, el reloj.
Hacía ya un año de aquella gestación caótica en que los tres, cigotos apenas, mezcláramos nuestras lágrimas con gotas de otros fluidos en un compartirnos juntos que nunca terminó de crujir. Hacía un año de temblores, de rotundas contracciones, un parto dilatado y asqueroso que por poco nos asfixia justo antes de nacer. Y ahí, ya adultos-recién-nacidos, ya viejos-jóvenes heridos, en una plaza universitaria o en un hotel de lenguas sin nombre, todos moríamos de frío, o vivíamos de éste, al menos nosotros cuatro, que acabábamos de nacer.
Subimos a una buseta mágica, que a pesar de su absurda división geográfica prometía llevarnos hacia el destino espiritual que aún no conseguíamos imaginar. Ese lugar que creímos imposible, ver para creer, y hasta que estuviésemos allí no aflojaríamos nuestro iracundo ateísmo ni la desesperanza necesaria e inherente a la hidroponía. Aquel lugar, donde el frio era cálido y dulce, donde el sentido inexistente era la lógica que le daba el ritmo a la vida, ese lugar donde el color escala las paredes humildes y las pieles y las ropas, y nosotros, como niños, apenas podíamos tragar aire a borbotones, soltarlo luego en suspiros y sonreír. No nos mintieron nunca, todo aquel rito valía el boleto, las carcajadas molestas, las aves desproporcionadas y transgénicas, la pegajosa miel que la necedad nos embarraba, las esperas, los desvelos, la enfermedad del tiempo en Chococaneiro, todo valía la pena, todo era apenas lejano cuando llegamos allí.
Y ahora, un año, la vida entera, más de doces meses de vuelta, ahogados en la rítmica calma de la adultez. La vida cumplió un año y nosotros apenas nos dimos cuenta, apenas lo recordamos con abrumadora nostalgia, con desesperanza de vivos, con envidia de muertos. Yo tecleaba 9 horas sin descanso y deseaba impaciente correr hacia otra ciudad. Vos trabajabas sin derecho a recuerdos, sin espacio a otro intento por salir de acá. Ella frente a un monitor, sin flores ni deshojación alguna, sin siquiera nostalgias, en silencio absoluto extrañando a quien unas horas más tarde, quizás ya muy tarde, llegaría a abrazar. Carlos no encendía la vida, no enrolaba el mundo, ni llevaba boina, recordaba el día, el parto y la vida, y tejía otro sueño hacia aquel lugar. Esteban no moría de frío. Chiapas seguía existiendo. Nosotros apenas un año, nosotros adultos-recién-nacidos, perdidos sin vientos ni promesa alguna. Nosotros adultos-recién-nacidos sin tiempo ni vida para volver a nacer.