Playas del Coco, Guanacaste. Un tipo camina ebrio por la calle. Se acerca a otro tipo, este sobrio, que está junto a su carro. Hay un breve intercambio de palabras, el ebrio sigue su camino tambaleante. El sobrio abre bufando la cajuela de su carro, saca un bate de madera y bajo la mirada atónita de decenas de transeúntes, corre detrás del ebrio que ha avanzado unos 15 metros. Lo alcanza frente a una tienda y lo embiste por la espalda con toda su fuerza. Lo lanza de un batazo al suelo, donde lo sigue golpeando hasta reventarle la cabeza. La acera se llena de sangre. Mujeres gritan, turistas observan espeluznados.
Yo corro hacia la escena sin saber muy bien qué hacer. Hay decenas de personas que se alejan o miran desde lejos como si se tratara de una escena de televisión. Una mujer irrumpe en el caos y le pide a gritos que se detenga: “¡Es un ser humano, es un ser humano!” El tipo ladra de vuelta: “¡le advertí que no se me acercara!” Esta mujer, sola frente a una multitud de ojos expectantes, consigue detenerlo.
El tipo regresa bufando, pasa frente a mí sudando su machismo a chorros, mientras el otro yace en el suelo, manchando toda la acera con sangre. Me tiemblan las manos con nauseas, tengo el pensamiento borroso. Le pido a mi compañera que me dé su teléfono. Poco puedo inventar fuera de mis privilegios. Sigo al tipo.
Lo alcanzo frente a su carro y le tomo una foto. Mis manos siguen temblando. Mi compañera me grita que fotografíe la placa, rápidamente lo hago. El tipo se percata, se vuelve con furia y me amenaza. Yo lo miro a los ojos, le huelo la rabia, y me reconozco en absoluta desventaja. No necesita el bate para matarme, bastaría la fuerza de sus brazos gruesos, un empujón, un puño, para quebrarme esta fragilidad de mi cuerpo. Y me asusta, claro que me asusta, pero no retrocedo. En cambio, saco de no sé dónde la tranquilidad más insolente que encuentro, y le respondo casi susurrando: “pégueme, hijueputa.”
El tipo me mira a los ojos y en un par de segundos comprende. Se vuelve violentamente, entra en su carro y arranca, rápido, furioso y testosterónico, dejando marcas de llantas en la calle, como si la sangre del otro intoxicado no fuese suficiente desplante de su hombría.
Mis manos me siguen temblando. Tengo ganas de vomitarme la vida. El tipo sigue en la acera sangrando, los gringos espantados y curiosos, parejas de turistas nacionales moviendo con reprobación sus cabezas: “qué mal está este país”. Muy mal, está definitivamente mal, cuando un hombre le revienta la cabeza a otro en una calle concurrida, y ustedes no mueven un dedo para ayudarlo.
La mujer valiente lo levanta, mi compañera pide hielo en un restaurante, mientras yo llamo al 911 y pido por la policía y una ambulancia. La comisaría está a 200 metros, pero hubiese llegado primero una pizza. Voy a buscarlos, cuando al fin llegan ni siquiera quieren anotar el número de placa del agresor. Pasa el tiempo, la ambulancia sigue ausente y se va pintando de rojo la banca sobre la que espera con resignación el tipo que ahora tiene un nombre y una historia: Julio, un nicaragüense indocumentado, trabajador y habitante de este pueblo costero.
De regreso voy pensando en las náuseas que me embargan. Pienso en Julio, en todos los julios y julias que habitan este planeta. Pienso en el macho furibundo y armado, en su mirada poderosa e imponente. Pienso en mis manos que aún tiemblan, en la fragilidad de mi cuerpo débil, y en mis fortalezas. ¿Por qué ese tipo no me golpeó, por qué no se lanzó sobre mí con un bate como se lanzó sobre Julio? Mis privilegios. Este tipo no era un loco, era un macho arquetípico, un prototipo de hombría y colonialidad que reconoce su lugar de poder y desde ahí impone su dominación.
Esto es lo que en ese instante comprendió. Mi miró de arriba a abajo, probablemente vio mi ropa, las tennis que llevaba, el teléfono en mis manos, las llaves de mi carro que colgaban de mi bolsillo, y hasta el color de mi piel... Me miró y sin tener que decirlo escuchó en mis palabras esa invitación. Supo que en el fondo yo quería que me pegara. Leyó el lugar de donde salía mi insolente tranquilidad. Comprendió lo que en el fondo yo también sabía: que si me tocaba se pudriría en la cárcel.
Mis privilegios. La violencia es asquerosa en todos sus costados, pero a mí me resulta insoportable en esa intersección donde se cruzan los sistemas opresión en sus múltiples variables. Esa es la razón por la que hoy tengo todos mis dientes, mientras Julio tiene una fractura en el cráneo. Y así seguirá este macho jugando al beisbol con la cabeza de seres indeseados. Sobran en el mundo los Julios-sin-apellido. Después de todo, a quién le importa un nica indocumentado.
♫ cause if you close your eyes…