Es la quietud, la impávida quietud, la gravedad, todo empedrado, congelado con la mínima tibieza que aguanta la carne. Es la quietud, intrépida, rotunda, impenetrable, la calma artificiosa y obligada, la respiración que apenas toma del aire lo mínimo, el ínfimo bocado que hace vida, apenas para seguir sin moverse, apenas para parecer la muerte, quieta, sólida, irrevocable, plácido descanso de las sienes y las carnes, plácido placer inexistente, tan falto de dolor y de pasiones, de ojos y de mano exploradora, tan falto de ese saco de ilusiones que buscan sin saberlo la caída, que desembocan siempre en el ocaso, si es que desembocan, si es que llegan a ser río, a ser agua, a ser algo más que un vapor pre-nube, un saco de planes sin cronograma, de sueños malcontados y difusos, de guiones con finales predecibles.
Es la quietud, la mirada fija en un punto irrelevante, la tensión del músculo para sostenerse inmóvil, la esponja cerebral al pensamiento, las ganas contenidas de dormirse, la respiración disminuida, disimulada y corta.
Es la quietud de pretender la muerte, la oscura placidez de no existirse. Morir no es lo mismo que estar muerto. Morirse no es lo mismo que la muerte. Morir es la caída en ese abismo, el vértigo fugaz, incontenido, orgásmico, caótico, salvaje, instante vuelto vida y su contrario.
Es la quietud como la muerte, como la muerte, como una muerte postiza es la quietud.