martes, 5 de mayo de 2009

No sé por qué doy vueltas y rodeos que aplazan mis arribos, no sé, por qué postergo una y otra vez mi llegada, si al final termino siempre tropezando con su tumba en mis paseos como en mis huídas. No sé por qué no agarro de una vez el bus a Coronado, y en su lugar pretendo escaparme de ese encuentro, de esa meta recurrente adonde acaban mis lágrimas. En cualquier caso resulta siempre igual. Entro por el portón abierto y camino a la derecha sobre el césped hasta encontrarme su tumba, y ahí me quedo mirándola, como si todavía no acabase de entender cómo es que llegó usted a estar ahí, y no yo, que hubiese parecido lo más certero. Lo miro con envidia, y no de la buena, ese cubículo blanco que es su ya no tan nueva casa, el silencio de voces adornado apenas con el ruido de llantas y motores que no se detienen a preguntarle cómo anda. Usted tan callado como siempre, tan tragándose la rabia que ya ha de habérsele disipado al encontrar su triunfo perverso, la burla de todos los que nos quedamos mirando. Yo miro con fijeza ese dos mil dos y me dan ganas de vomitarme los años. Cómo ha pasado el tiempo y usted siempre tan callado, y yo sin haber podido nunca llegar a vocearlo. Usted con sus ojos de fresa más cerrados que hace 7 años, más cerrados que siempre y jamás hemos podido nosotros cerrarlos. Me da envidia de la fea, de esa que algún conservador describiría de enferma, y un hidropónico compartiría al instante. Usted con su arritmia certera, con la puntería exacta de un guerrero valiente, y yo, apenas con una taquicardia que ni cosquillas hace, con un diagnóstico para idiotas que no creen en el placebo. Sí, me da envidia esa suerte suya, suerte que aquel conservador llamaría desgracia o injusticia, pero un hidropónico derramaría las babas con la mera posibilidad de contagiarla. Y entonces suelto la carcajada fría que constituyen mis llantos y le lloro unos cantos salados mojándole esa casa suya que ahora está siempre tan blanca. Cuando por fin me callo y pongo curitas sobre las heridas que cargo en las pupilas, le pido perdón a usted, y no al mundo ni al tiempo, ni a sus amigos, profesores y familias, a usted por envidiarlo tanto y desearle la vida a cambio de su suerte. Va a disculparme, sí, aunque no quiera, porque esa es la ventaja de estar muerto, ya a usted nada le importa, si yo vengo a llorarle mis secretos y le reclamo la noche en que hace seis años, once meses y veintiocho días me robó usted mi campo y mi turno en la fila, sí, nada le importa ni escucha mis palabras, ni sabe que le hablo de usted y que lo visito con frecuencia, usted no sabe nada, y esa es la ventaja de estar muerto.

2 comentarios:

Uno que mira dijo...

un bastón, un paraguas, un abrazo.

C.A. Fallas dijo...

De lujo triste. Deber ser el frío o la lluvia. talvez así no se note que lloramos.