lunes, 26 de abril de 2010

como esperando abril

solía gustarme abril, era el mes que traía las flores. ahora ni eso, los árboles no entienden nada y lanzan sus semillas a destiempo, ya no tiene caso esperarlos, llegan cuando pueden. pero este abril especialmente me deja una amargura espesa que me adormece la lengua, los dedos y los ojos. ni siquiera puedo llorarlo.

no es que fuera yo entusiasta, sabemos que nací hidropónica, pero al menos suelo tener la rabia, la piedra en mano, la carcajada, la lata de pintura, el teclado o alguna manta robada. hoy no tengo fuerzas ni ganas. ni siquiera para eso, para lanzar la piedra al aire y gritarle al vacío improperios. no conjugo una blasfemia para ateos, ni aunque fuese un ensayo, nada.

quizás me ha desgastado los ojos tanto discurso de odio, tanto facho masturbándose al ritmo del crujir de un diente que se quiebra, el aplauso al puñal minero que escarba progreso en la zona norte, el pene que sólo debe entrar en la vagina, la cura, por fin La Cura, a tanta homosexualidad que anda suelta. se me han gastado los ojos, sí, de tanto leer las paredes de este pegajoso callejón sin salida. y se me han ido secando. y ya no pueden llorar.

lo único bueno que trajo abril fueron las flores. y ni siquiera las trajo.

lunes, 8 de marzo de 2010

en el día internacional de La Mujer

Todo el mundo asume que soy mujer. Ni siquiera una mujer, como decir un tipo, una especie de ese género, no, Mujer, así de tajante y completa, con todo el peso totalizante del término: MUJER. Supongo que es por mi cara, por la visible curva que dibujan mis pechos bajo una blusa, no sé, por mi cintura, porque a mi pareja le crecer una barba, porque me afeito las piernas y me viene la regla cada 28 días y a veces se retrasa y me hace perder el sueño la preocupación. Pues sí, todo el mundo asume que soy Mujer.
Lo cierto es que nunca he terminado de convencerme, aún no le doy mi adhesión al partido. De pequeña no entendía el alboroto, por qué era un problema querer jugar con los niños, bostezar con las muñecas, pedir tacos de futbol para el cumpleaños, preferir el disfraz de supermán sobre el de superchica, en fin… Luego la adolescencia, los deportes extremos, detestar el matrimonio, el no rotundo al maquillaje, los ligues, el chingue y las imágenes. No entendía un carajo, pero me quedaba callada. El colegio era de por sí el infierno, valía más mezclarme y esconderme en aquella masa de Mujeres.
Y luego estaba todo el resto: las muchachas con los muchachos, pero sólo para sexo, no vayan a confundirse jamás. Bien lo dicta la naturaleza, hombre-mujer, siempre hombre-mujer. Y así los chistes de los “invertidos”, de los rastros de una barba en el rostro de algunas muchachas, de la voz fina de aquel compañero, de las niñas que se tomaban de la mano. Todo siempre tan incomprensible.
Usted piensa que yo soy Mujer, como probablemente lo afirman mis exnovios y mi ginecóloga, y cualquier otra persona que ha echado un vistazo entre mis piernas. Bueno, no cualquier otra persona. Algunos, algunas, saben mi secreto que no es tan secreto: de mujer algo tendré, es cierto, pero no llego a llamarme Mujer. Soy más un híbrido sin nombre, y luego del Testo Yonqui más conscientemente quisiera ser gender hacker. A veces soy mujer y lo disfruto, a veces soy más bien un hombre, un hombrecito como diría Daniel, y me encanta. No me caso con personas ni con géneros, ni me rijo por hormonas o estructuras. Mi identidad es líquida como la modernidad de Bauman, fluye, se resbala y lubrica mis encuentros.
Quizás usted aún piense que yo soy Mujer y me crea resentida, ingrata o confundida. Quizás quiera tatuármelo en la frente, diganosticarme Disforia delGénero o hacer un registro cuantioso de cada órgano femenino de mi cuerpo. Quizás quiera llamarme Mujer a pesar de todo, felicitarme hoy y olvidar mi berriche. Ni modo. Todo el mundo piensa que soy Mujer y me asigna un valor por eso. Pues bien, es rico ser mujer como ser hombre, y a veces ser ninguno, ser lo que construya el día. No siento el orgullo femenino pero tampoco vergüenza, disfruto este vaivén de identidades.

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Lectura recomendadísima: Preciado, B. (2008) Testo Yonqui. Madrid: Espasa

viernes, 5 de marzo de 2010

- ¿Y usted ya no escribe, Marisol?

Pues… escribir, escribo, todo el tiempo. Informes, avances, recuentos de problemas, tablas, cifras, estadísticas, listas de pendientes que ya no lograré hacer. Pues sí. Escribo con ojos abiertos.

Pero bien, lo cierto es que no escribo hace tiempo, sí, no me llega el cosquilleo a los dedos. Quizás se me han secado las letras, no sé. Quizás sea sólo el cansancio. Hace tiempo.

humo en los ojos

a veces me duelen los ojos, como hoy. pero no creo que se deba al reciente descubrimiento de mi ceguera en potencia. no sé, al menos no es sólo eso. me duelen como un ardor muy molesto, como esta falta de verte y este exceso de sobra. duelen como duelen las muelas, estable pero perpetuo, y me hacen llorar.

* el lapsus de mi sombra me obliga a dejarlo aquí.

lustros

2005: ¿Dónde se ve usted en cinco años? No tengo idea, yo qué sé? ¿Trabajando? En algún postgrado, no sé, afuera seguramente. falta mucho, demasiado, yo no sé. No sé.
2010: ¿Dónde estaba hace cinco años? ufff, no sé, no logro recordarlo.
2010: ¿Dónde se ve dentro de cinco años? Con vos.

miércoles, 3 de marzo de 2010

orejas

Sus aretes se enredaban en mi pelo, casi siempre. Como si sus orejas fuesen la parte de su cuerpo que desde siempre quiso aferrarse más a mí. Como si supieran desde aquel momento el destino ajetreado que íbamos a correr. Yo de aquello recuerdo algunas cosas, otras, la mayoría quizás, las he ido perdiendo en callejones, en las vueltas abruptas que he girado, o en el tiempo, o en polvo, qué sé yo. Pero bien, recuerdo lo esencial y lo importante: el dolor, el sueño, el grito, las manos, la sonrisa y los silencios.

La sequía, el torbellino ya pasaron, mis aguas son más tibias y sinceras. De aquello me quedan sólo sus orejas, su escucha infalible y temblorosa. O bien, qué sé yo, me quedan las letras que escalan una pantalla, más de un centenar de carcajadas, los abrazos honestos, el llanto, los viernes, la amistad florida sin la que no vivo, y bueno, yo qué sé, me queda el amor que muta sin hacerse chico.

jueves, 19 de noviembre de 2009

de aniversarios y otros eventos

para Oventik y sus desconocidos

Un año que a veces parece la vida. A veces termina siéndolo. Yo apenas guardo el sabor de esa sonrisa periférica que me acompañó tres días, el exquisito oxímoron que provocaba el viento helado golpeando mis dientes y encías, secando insistentemente mi saliva sin que mi boca cediera un instante esa absurda bandera que había logrado encontrar. La sonrisa, mi estado natural durante tres días, y sus réplicas que circundaron semanas, con una mueca menos insistente pero igualmente absurda, la anticipación del encuentro, como un niño que espera dormirse para engañar al tiempo cuando no quiere cooperar, las secuelas, las huellas hondas, la sed que provoca un brevísimo instante de saciedad; mi sonrisa, pegajosa y molesta, más sabrosa que nunca, hace apenas un años, la vida, el dolor, las esperas, la vida, como siempre, se nos vuelve a escapar.


Hace meses que no escribo. Casi tres, o casi un cuarto de vida, que es lo mismo. No tengo respuestas ni excusas, tengo dos manos lisas, sin heridas ni cayos, apenas cansadas de tanto tecleo y con las uñas rotas. Pienso en el 11 de noviembre. Ese día en que nacimos justo a la medianoche, en una fría plaza universitaria, esa noche que nos parió enteros, ya adultos y conocidos, ya enredados e incrédulos y hartos. Yo cargaba algunas latas en mi maleta y un bolso con chucherías para aguantar la espera. Carlos tenía una boina y Esteban tenía frío. Vos llevabas libros que luego venderíamos a precio de golosinas, y llevabas también una sonrisa, como la mía, sonrisa de recién nacido.

Al otro lado del mundo la luz ya era día y cansancio y ella tecleaba y miraba videos, miraba en su pantalla la deshojación de un árbol virtual, más triste que sagrada, más lejana que viva, y las flores que caían desaparecidas, como todo, como la nieve y las canciones que en voz de una niña nunca le deberían faltar. Desaparecidas las flores, los abrazos sinceros, el beso de su compañero, las flores, los encuentros, los sabores latinoamericanos, el tiempo, el reloj.

Hacía ya un año de aquella gestación caótica en que los tres, cigotos apenas, mezcláramos nuestras lágrimas con gotas de otros fluidos en un compartirnos juntos que nunca terminó de crujir. Hacía un año de temblores, de rotundas contracciones, un parto dilatado y asqueroso que por poco nos asfixia justo antes de nacer. Y ahí, ya adultos-recién-nacidos, ya viejos-jóvenes heridos, en una plaza universitaria o en un hotel de lenguas sin nombre, todos moríamos de frío, o vivíamos de éste, al menos nosotros cuatro, que acabábamos de nacer.

Subimos a una buseta mágica, que a pesar de su absurda división geográfica prometía llevarnos hacia el destino espiritual que aún no conseguíamos imaginar. Ese lugar que creímos imposible, ver para creer, y hasta que estuviésemos allí no aflojaríamos nuestro iracundo ateísmo ni la desesperanza necesaria e inherente a la hidroponía. Aquel lugar, donde el frio era cálido y dulce, donde el sentido inexistente era la lógica que le daba el ritmo a la vida, ese lugar donde el color escala las paredes humildes y las pieles y las ropas, y nosotros, como niños, apenas podíamos tragar aire a borbotones, soltarlo luego en suspiros y sonreír. No nos mintieron nunca, todo aquel rito valía el boleto, las carcajadas molestas, las aves desproporcionadas y transgénicas, la pegajosa miel que la necedad nos embarraba, las esperas, los desvelos, la enfermedad del tiempo en Chococaneiro, todo valía la pena, todo era apenas lejano cuando llegamos allí.

Y ahora, un año, la vida entera, más de doces meses de vuelta, ahogados en la rítmica calma de la adultez. La vida cumplió un año y nosotros apenas nos dimos cuenta, apenas lo recordamos con abrumadora nostalgia, con desesperanza de vivos, con envidia de muertos. Yo tecleaba 9 horas sin descanso y deseaba impaciente correr hacia otra ciudad. Vos trabajabas sin derecho a recuerdos, sin espacio a otro intento por salir de acá. Ella frente a un monitor, sin flores ni deshojación alguna, sin siquiera nostalgias, en silencio absoluto extrañando a quien unas horas más tarde, quizás ya muy tarde, llegaría a abrazar. Carlos no encendía la vida, no enrolaba el mundo, ni llevaba boina, recordaba el día, el parto y la vida, y tejía otro sueño hacia aquel lugar. Esteban no moría de frío. Chiapas seguía existiendo. Nosotros apenas un año, nosotros adultos-recién-nacidos, perdidos sin vientos ni promesa alguna. Nosotros adultos-recién-nacidos sin tiempo ni vida para volver a nacer.