viernes, 31 de octubre de 2008

Yo no tengo un infierno que ofrecerle

Alguna vez soñé que se abrían las puertas del infierno que nos diseñó Rodin, y salían los millares de besos que escupen sus fuegos valientes. Tal vez no fue sueño. Tal vez sólo una leyenda que contaron los recuerdos, una conversación interrumpida por espacios distintos. De pronto tanta paradoja junta y encrucijadas ficticias que sólo tienen un camino: el de siempre, el que hemos recorrido. Y si soñar abre puertas de infernos y resucita a las muchachas tristes que alguna vez nos hicieron reír, soñar puede llevarnos al absurdo, al reclamo inconsistente de un quizás nunca erguido. Nos atrevemos a lanzar reclamos que con insolencia retumban, y el color de la memoria es incandescente vivo. Despertamos y lloramos lágrimas de vigilia que congelan, que enfrían las osadías de sueños y arrebatan la locura hecha cuerpo que habíamos intentado fumar. Aún nos quedan los embrujos, el palpitar taquicárdico que cargaremos por siempre, el insomnio de la ausencia, las gotas de sudor donde antes nunca existieron. Y entonces respiramos profundo como los machos, pretendiendo valentía dentro de esta comodidad tan cobarde. No existen otros caminos. Nadie nos ha invitado a recorrerlos. Las puertas del infierno están hechas de bronce.

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