miércoles, 26 de noviembre de 2008

Contra-aventuras en Chococaneiro-tico

Yo no sé por qué me emocionaba tanto la idea de ir a hacer un trámite al Registro, el más pulpo de todos los pulpos de la burocracia. Bueno, no es cierto, sí lo sé. En el fondo yo esperaba adentrarme en otro Chococaneiro. Ah, ustedes se preguntarán: ¡¿pero quién putas quiere revivir, reencarnar, o siquiera recordar Chococaneiro?! Pues yo, sí, porque verán, no hay San Salvador sin Chococaneiro, y no se llega a Chiapas sin San Salvador. Es todo parte de una cadena inquebrantable, y yo con esta nostalgia sedienta no podía resistir la tentación de tomarme un trago de amargo Chococaneiro en medio de un bullicio en San José.

Entonces me levanté temprano (pero no demasiado, para poder agarrar un poco del embotellamiento matutino en los mostradores del absurdo). Y mientras me alistaba canturreaba como una chiquita y fantaseaba: ojalá, ojalá, le ruego a los nuéganos de Santa Lucía que me aparezca un viejo con cara de malo y barba de Bin Laden, y un jonvenzuelo con boina, y un muchacho con pañuelo en el cuello, y otro moreno con el pelo largo y una negra barba de felino. Por favor, que me pase todo esto, y que las colas sean largas y yo tenga que aguantarme, y comience a darme hambre pero no haya nada cerca para darle de mascar a mis ansiedades.

Ah, pero no crean que fue cosa del momento, yo me preparé desde el día anterior. No dormí prácticamente nada esa noche, para intentar recrear la trasnochada original, y me llevé puesta la ropa sucia del día antes, para inducir esa desesperación ardiente por una ducha. No llevé el teléfono, para sentirme incomunicada, y por pura vanidad me eché el pasaporte en el bolsillo, como queriendo terminar de peinar mis memorias. Bah, si pudiera hubiera ido de noche, y hubiera dormido 30 minutos en el planché más iluminado que encontrara.

Y así llegué, esperando mi Chococaneiro tico, esperando una invocación sagrada que me trasladara en el tiempo, de vuelta al futuro, a ese pueblo fantasma de hace poquito más de dos semanas. El clima no era el que yo hubiera esperado, no hacía calor ni bochorno incómodo, más bien caía una llovizna fresca, pero no importaba, Chococaneiro me esperaba adentro.

Llegué al banco, el primero de mis retenes. Hice un gran esfuerzo por obviar la fría arquitectura y el típico aire acondicionado despachante que me esperaba ahí. En su lugar, traté de imaginar una casita sucia y oscura como las de Chococaneiro, con sus paredes que en azul y blanco gritaban la horrible colonización de la telefonía privada. En la cara de la cajera puse un ceño gruñón y muy corrupto, y con aires de intrépida viajera me atreví a plantearle, cual experta en sobornos fronterizos: ¿qué precio tienen los derechos? Su reacción fue bastante decepcionante. Yo esperaba un pulso de chorizo, iba dispuesta a pelear, me había preparado para el regateo. Pero no. En su lugar, ella muy ecuánime y amable, con una frialdad diplomática que sólo da la rígida burocracia, me dijo: “serían dos mil doscientos cincuenta, por favor.”

Yo debí haber imaginado que eso era un augurio de lo que venía, debí haber previsto que su despedida de “muchas gracias” era signo de una lamentablemente buena mañana. Pero no quise hacer caso. Seguí mi camino hacia el siguiente retén y me encontré con múltiples puestos de información. Me atendió una muchacha guapa que me indicó amablemente la simpleza de mi dirección. Llegué al lugar y quede totalmente desconcertada. La mesa con los sellos totalmente vacía, las ventanillas para la entrega de documentos por primera, por segunda vez, todo estaba vacío. ¿Qué pasa? ¿Dónde están las filas que me prometieron? ¿Dónde están los usuarios furiosos con los que tenía que pelear por un sello? Pensé que me había equivocado de sitio, esas no podían ser mis ventanillas, así que me devolví y pregunté, esta vez en otro puesto de información, adónde debía hacer mi trámite. Pero no hubo sorpresa, ese era el lugar. Caminé muy lento, como esperando a que llegaran las bandadas de tramitadores furiosos, pero nunca llegaron. Miré con frustración pausada las líneas en el suelo que indicaban los caminos que debían seguir las filas, esos caminos vacíos, que hoy eran apenas dibujos feos en el piso. Y me acerqué. Esperé que me pusieran al menos alguna traba, que me dijeran que faltaba un sello, un papel, una grapa, pero nada. Nada. Todo concurrió fluidamente entre caras con sonrisas que decían: muchas gracias.

Lo cierto es que no duré ni media hora. Mientras salía del edificio iba pateando el piso, y maldiciendo el chiste de burocracia esta mañana. Tuve ganas de hacer un gran berrinche, insultar a un policía o escupirle el zapato, a ver si acaso así me mandaban a un verdadero Chococaneiro que le hiciera honor a su nombre. Pero, ya lo imaginarán ustedes, no encontré ningún uniformado contra quién ensañarme.

Por fin salí y ya ni siquiera llovía, y los ojos se me llenaron todos de gotitas. ¡Qué gran estafa había sido esta mañana! Salía del Chococaneiro tico, más entera e ilesa de lo que me gustaría, y El Salvador estaba aún a dos países y medio de distancia. En menos de una hora estaba de vuelta en mi casa, y cuando entré, mi madre sorprendida pues le había anunciado que me iba a tomar la mañana en el Registro, me preguntó: “diay, ¿cómo te fue?”. Yo, todavía con los ojos llenos de gotitas le contesté: “lamentablemente bien”.

lunes, 24 de noviembre de 2008

10 días

Puede la vida erguirse en 10 días. Sí, puede. Puede cobrar sus formas de apurado parto hirviendo, con sus gargantas gritando en el idioma del pueblo, con sus buses y sus guaguas de colores que transportan ángeles de los infiernos, obreros y campesinas que ejecutan el rojísimo palpitar de América Latina. Puede amanecer el frío del aquel contacto primero con el mundo, y al quinto día surgir el alarido intenso que dan los recién nacidos cuando abren sus ojitos en plena adolescencia. Y el maquinar rabioso que bombea sangre y emociones, que corta los oxígenos de tajo y divide lo soñado de lo muerto, puede esto también explotar en 10 días, extender sus dominios, tomarse como riendas los cabellos. Puede el calor sudar las carnes apenas nacidas, puede sacarles mortíferas semanas de entre los poros, y gotearlas por las pieles erizadas hasta tocar los suelos secos de tanto parir flores de ensueño. Y luego este calor se interioriza, y se carga con dulzura cual parásito simbiótico. Las nubes, las lloviznas, los vientos que congelan las narices, todo empedrado en el tiempo, en los 10 días de vida-en-vida, que culminan con tibieza de agonía. Puede la vida entera erguirse en 10 días. Y si me tocara reescribir el génesis, diría que dios comenzó el mundo el día 11 de noviembre.

domingo, 23 de noviembre de 2008

dicen que hace frío en san josé

Los fríos nos envuelven en las calles josefinas, como si la ciudad, mirándonos las caras de nostalgia, tuviese un arrebato de lástima y quisiese, solidaria, hacernos el trasbordo un poco menos abrupto. El viento, que no huele a nuéganos ni a café instantáneo, procede a introducirnos a los ruidos cotidianos, a los carros atravesados en las calles, y a los paragua de repuesto que hace rato queríamos abrir. El frío nos amortigua las lágrimas postergadas, las sonrisas-recuerdos, las manos que no tiemblan ya. Y esta lluvia que es llovizna, que cae pero no moja, como si quisiera reconstruirnos ese helado domingo cuando tiritábamos a un mismo ritmo, cuando el frío era verdadero. A fin de cuentas agradezco este intento de consuelo, aunque no sirva de mucho, quizás de nada. Caemos más suavemente en este frío entibiado, caemos más suave en cuenta de que el viaje ya se nos fue de las manos.

sábado, 22 de noviembre de 2008

desayuno

Hoy tomé chocolate mexicano, para ver si me apacigua las nostalgias. Lo preparé con detenimiento oscuro, como queriendo reproducir cada uno de los olores que hoy me faltan. Seguí las instrucciones, calenté la leche, disolví los dos trozos, me serví una taza. Me senté con frío en la silla cotidiana y observé ese líquido con nitidez impecable. Acerqué mi cara para que me golpeara su aroma, para que me entrara el humo en los ojos, y me trasportara a ese comedor amarillo en San Cristóbal, o mejor aún, a la tienda-comedor tapizada de ilusiones en Oventik. Me acerqué tanto, con una devoción casi desesperante, que pensé que iba a quemarme las mejillas, o al menos las pestañas. Pero no sucedió. No funciona de esa forma. Creo que ni aunque me lo hubiera echado todo encima, ni siquiera un baño de chocolate mexicano podría realmente retornarme a esas caricias de gélidos céfiros. Este frío que me invade duele más que el chiapaneca, porque lo llevo por dentro en la ausencia de esas gentes y sus telas coloridas. No apacigua mis nostalgias el chocolate caliente, ni escalda mis lagunas, mis conchas vacías de caracoles. Pero al menos logra entibiecer mis dudas, y sostiene incubados mis recuerdos. Es el dulce dolor de lo vivido, la entera agonía de recobrarlo, la escalera sin peldaños que emprendemos para volver a esos palpitares místicos, la sonrisa que espera suspendida en el otoño, cuando sean de colores nuestras casas.

viernes, 21 de noviembre de 2008

vivir para vivirla

amigos y compañeros,
y demás hidropónicos del mundo


Yo quisiera poder escribirlo todo, no sólo para recordarlo y encadenarlo a mis bastones, sino también para compartirlo. Quisiera describir esas tierras fríascalientes, ese oxímoron de suelos donde encontró vida mi hidroponía. Quisiera hablar de Oventik, del arcoíris más rebelde que jamás conocí, de las paredes valientes que con ternura nos contaron su historia, del desvirgue de otoño que me llevó hasta ahí. Quisiera describir el olor exacto que nos recibió en esa oficina, donde tres generaciones difuminaban las coberturas de sus rostros, y nos mostraban sus audacias, su intrepidez humilde. Yo quisiera contarles de esos ojos de mujer rebelde, de esa mirada encapuchada que buceó en mis adentros, hasta encontrar vestigios y huellas contundentes de un alma que siempre pensé que me faltaba.

Yo quisiera hablar de las calles de piedra en San Cristóbal, con sus aceras absurdamente angostas y su cañón colorido, repleto de puertas abiertas. De sus gentes tan amables y queribles, con salpique de sonrisas, con calor en sus gargantas. Y hablar de las flores que no tengo en mi casa, y de las hojitas secas que con frecuencia me siguieron hasta la puerta de mi habitación. Narrarles ese encuentro en esquina de farmacia, esa explosión de sorpresa más dulce que un té en Oventik: escucharla, voltearme, y toparme a la belleza hecha mujer llamando mi nombre.

Yo quisiera hablarles de sentidos y sensaciones, de las decenas de tacos que comimos, y el ardor que deja en la boca la salsa verde cuando se está vivo. Del tierno desayuno que inició nuestras mañanas con una bocanada de humo en los ojos. Del frío incomprensible que sólo pude combatir en brazos de mi compañero. De ese amanecer que nos llevó hasta Chiapas. De este escalofrío sin nombre que ahora cargo ausente mientras emprendemos el más doloroso de los regresos.

Yo quisiera, de verdad, poder compartirles todo, y enseñarles las piedritas blancas que llevo en mis bolsillos, las sonrisas-lágrimas que llovieron, esas horas-vida que respiramos allí, las más de cuatrocientas fotos, la flor de Oventik que guardo en mi cuaderno.

Pero nada, no, no será suficiente. Se me gastan las palabras y entre cada letra que dibujo se desborda la emoción de esta aventura. Yo no puedo contarlo para ustedes. Tenemos que vivirlo. Tenemos que vivir.

Crear dos, tres, muchos Chiapas

miércoles, 5 de noviembre de 2008

domingo, 2 de noviembre de 2008

Una rosa no es un ramo

sabia chihiro

Por supuesto que una rosa no es un ramo, así como un dedo no es la mano, ni un dedo es caricia abierta recorriendo turbias oleadas. Como un tropiezo entre labios no se traduce en beso, y las esquinas mojadas de un pantalón no siempre vienen de un aguacero. La rosa que se queda sola no tiene golondrinas en su pecho, pero igual es hermosa, muerta y fresca, pero hermosa. Es una rosa sola que entibia al viento sin quemarlo. Una rosa que no es ramo y el ramo nunca se completa. Y se pasan los días sin llegar a vida, con versos perdidos que no forman poemas. Las manos ausentes reclaman callecitas de tierra, huellas con mensajes tiernos, alientos, ojitos, sonrisas. Las palabras no se convierten en recuerdos. Una rosa no será nunca un ramo