Yo no sé por qué me emocionaba tanto la idea de ir a hacer un trámite al Registro, el más pulpo de todos los pulpos de la burocracia. Bueno, no es cierto, sí lo sé. En el fondo yo esperaba adentrarme en otro Chococaneiro. Ah, ustedes se preguntarán: ¡¿pero quién putas quiere revivir, reencarnar, o siquiera recordar Chococaneiro?! Pues yo, sí, porque verán, no hay San Salvador sin Chococaneiro, y no se llega a Chiapas sin San Salvador. Es todo parte de una cadena inquebrantable, y yo con esta nostalgia sedienta no podía resistir la tentación de tomarme un trago de amargo Chococaneiro en medio de un bullicio en San José.
Entonces me levanté temprano (pero no demasiado, para poder agarrar un poco del embotellamiento matutino en los mostradores del absurdo). Y mientras me alistaba canturreaba como una chiquita y fantaseaba: ojalá, ojalá, le ruego a los nuéganos de Santa Lucía que me aparezca un viejo con cara de malo y barba de Bin Laden, y un jonvenzuelo con boina, y un muchacho con pañuelo en el cuello, y otro moreno con el pelo largo y una negra barba de felino. Por favor, que me pase todo esto, y que las colas sean largas y yo tenga que aguantarme, y comience a darme hambre pero no haya nada cerca para darle de mascar a mis ansiedades.
Ah, pero no crean que fue cosa del momento, yo me preparé desde el día anterior. No dormí prácticamente nada esa noche, para intentar recrear la trasnochada original, y me llevé puesta la ropa sucia del día antes, para inducir esa desesperación ardiente por una ducha. No llevé el teléfono, para sentirme incomunicada, y por pura vanidad me eché el pasaporte en el bolsillo, como queriendo terminar de peinar mis memorias. Bah, si pudiera hubiera ido de noche, y hubiera dormido 30 minutos en el planché más iluminado que encontrara.
Y así llegué, esperando mi Chococaneiro tico, esperando una invocación sagrada que me trasladara en el tiempo, de vuelta al futuro, a ese pueblo fantasma de hace poquito más de dos semanas. El clima no era el que yo hubiera esperado, no hacía calor ni bochorno incómodo, más bien caía una llovizna fresca, pero no importaba, Chococaneiro me esperaba adentro.
Llegué al banco, el primero de mis retenes. Hice un gran esfuerzo por obviar la fría arquitectura y el típico aire acondicionado despachante que me esperaba ahí. En su lugar, traté de imaginar una casita sucia y oscura como las de Chococaneiro, con sus paredes que en azul y blanco gritaban la horrible colonización de la telefonía privada. En la cara de la cajera puse un ceño gruñón y muy corrupto, y con aires de intrépida viajera me atreví a plantearle, cual experta en sobornos fronterizos: ¿qué precio tienen los derechos? Su reacción fue bastante decepcionante. Yo esperaba un pulso de chorizo, iba dispuesta a pelear, me había preparado para el regateo. Pero no. En su lugar, ella muy ecuánime y amable, con una frialdad diplomática que sólo da la rígida burocracia, me dijo: “serían dos mil doscientos cincuenta, por favor.”
Yo debí haber imaginado que eso era un augurio de lo que venía, debí haber previsto que su despedida de “muchas gracias” era signo de una lamentablemente buena mañana. Pero no quise hacer caso. Seguí mi camino hacia el siguiente retén y me encontré con múltiples puestos de información. Me atendió una muchacha guapa que me indicó amablemente la simpleza de mi dirección. Llegué al lugar y quede totalmente desconcertada. La mesa con los sellos totalmente vacía, las ventanillas para la entrega de documentos por primera, por segunda vez, todo estaba vacío. ¿Qué pasa? ¿Dónde están las filas que me prometieron? ¿Dónde están los usuarios furiosos con los que tenía que pelear por un sello? Pensé que me había equivocado de sitio, esas no podían ser mis ventanillas, así que me devolví y pregunté, esta vez en otro puesto de información, adónde debía hacer mi trámite. Pero no hubo sorpresa, ese era el lugar. Caminé muy lento, como esperando a que llegaran las bandadas de tramitadores furiosos, pero nunca llegaron. Miré con frustración pausada las líneas en el suelo que indicaban los caminos que debían seguir las filas, esos caminos vacíos, que hoy eran apenas dibujos feos en el piso. Y me acerqué. Esperé que me pusieran al menos alguna traba, que me dijeran que faltaba un sello, un papel, una grapa, pero nada. Nada. Todo concurrió fluidamente entre caras con sonrisas que decían: muchas gracias.
Lo cierto es que no duré ni media hora. Mientras salía del edificio iba pateando el piso, y maldiciendo el chiste de burocracia esta mañana. Tuve ganas de hacer un gran berrinche, insultar a un policía o escupirle el zapato, a ver si acaso así me mandaban a un verdadero Chococaneiro que le hiciera honor a su nombre. Pero, ya lo imaginarán ustedes, no encontré ningún uniformado contra quién ensañarme.
Por fin salí y ya ni siquiera llovía, y los ojos se me llenaron todos de gotitas. ¡Qué gran estafa había sido esta mañana! Salía del Chococaneiro tico, más entera e ilesa de lo que me gustaría, y El Salvador estaba aún a dos países y medio de distancia. En menos de una hora estaba de vuelta en mi casa, y cuando entré, mi madre sorprendida pues le había anunciado que me iba a tomar la mañana en el Registro, me preguntó: “diay, ¿cómo te fue?”. Yo, todavía con los ojos llenos de gotitas le contesté: “lamentablemente bien”.
Entonces me levanté temprano (pero no demasiado, para poder agarrar un poco del embotellamiento matutino en los mostradores del absurdo). Y mientras me alistaba canturreaba como una chiquita y fantaseaba: ojalá, ojalá, le ruego a los nuéganos de Santa Lucía que me aparezca un viejo con cara de malo y barba de Bin Laden, y un jonvenzuelo con boina, y un muchacho con pañuelo en el cuello, y otro moreno con el pelo largo y una negra barba de felino. Por favor, que me pase todo esto, y que las colas sean largas y yo tenga que aguantarme, y comience a darme hambre pero no haya nada cerca para darle de mascar a mis ansiedades.
Ah, pero no crean que fue cosa del momento, yo me preparé desde el día anterior. No dormí prácticamente nada esa noche, para intentar recrear la trasnochada original, y me llevé puesta la ropa sucia del día antes, para inducir esa desesperación ardiente por una ducha. No llevé el teléfono, para sentirme incomunicada, y por pura vanidad me eché el pasaporte en el bolsillo, como queriendo terminar de peinar mis memorias. Bah, si pudiera hubiera ido de noche, y hubiera dormido 30 minutos en el planché más iluminado que encontrara.
Y así llegué, esperando mi Chococaneiro tico, esperando una invocación sagrada que me trasladara en el tiempo, de vuelta al futuro, a ese pueblo fantasma de hace poquito más de dos semanas. El clima no era el que yo hubiera esperado, no hacía calor ni bochorno incómodo, más bien caía una llovizna fresca, pero no importaba, Chococaneiro me esperaba adentro.
Llegué al banco, el primero de mis retenes. Hice un gran esfuerzo por obviar la fría arquitectura y el típico aire acondicionado despachante que me esperaba ahí. En su lugar, traté de imaginar una casita sucia y oscura como las de Chococaneiro, con sus paredes que en azul y blanco gritaban la horrible colonización de la telefonía privada. En la cara de la cajera puse un ceño gruñón y muy corrupto, y con aires de intrépida viajera me atreví a plantearle, cual experta en sobornos fronterizos: ¿qué precio tienen los derechos? Su reacción fue bastante decepcionante. Yo esperaba un pulso de chorizo, iba dispuesta a pelear, me había preparado para el regateo. Pero no. En su lugar, ella muy ecuánime y amable, con una frialdad diplomática que sólo da la rígida burocracia, me dijo: “serían dos mil doscientos cincuenta, por favor.”
Yo debí haber imaginado que eso era un augurio de lo que venía, debí haber previsto que su despedida de “muchas gracias” era signo de una lamentablemente buena mañana. Pero no quise hacer caso. Seguí mi camino hacia el siguiente retén y me encontré con múltiples puestos de información. Me atendió una muchacha guapa que me indicó amablemente la simpleza de mi dirección. Llegué al lugar y quede totalmente desconcertada. La mesa con los sellos totalmente vacía, las ventanillas para la entrega de documentos por primera, por segunda vez, todo estaba vacío. ¿Qué pasa? ¿Dónde están las filas que me prometieron? ¿Dónde están los usuarios furiosos con los que tenía que pelear por un sello? Pensé que me había equivocado de sitio, esas no podían ser mis ventanillas, así que me devolví y pregunté, esta vez en otro puesto de información, adónde debía hacer mi trámite. Pero no hubo sorpresa, ese era el lugar. Caminé muy lento, como esperando a que llegaran las bandadas de tramitadores furiosos, pero nunca llegaron. Miré con frustración pausada las líneas en el suelo que indicaban los caminos que debían seguir las filas, esos caminos vacíos, que hoy eran apenas dibujos feos en el piso. Y me acerqué. Esperé que me pusieran al menos alguna traba, que me dijeran que faltaba un sello, un papel, una grapa, pero nada. Nada. Todo concurrió fluidamente entre caras con sonrisas que decían: muchas gracias.
Lo cierto es que no duré ni media hora. Mientras salía del edificio iba pateando el piso, y maldiciendo el chiste de burocracia esta mañana. Tuve ganas de hacer un gran berrinche, insultar a un policía o escupirle el zapato, a ver si acaso así me mandaban a un verdadero Chococaneiro que le hiciera honor a su nombre. Pero, ya lo imaginarán ustedes, no encontré ningún uniformado contra quién ensañarme.
Por fin salí y ya ni siquiera llovía, y los ojos se me llenaron todos de gotitas. ¡Qué gran estafa había sido esta mañana! Salía del Chococaneiro tico, más entera e ilesa de lo que me gustaría, y El Salvador estaba aún a dos países y medio de distancia. En menos de una hora estaba de vuelta en mi casa, y cuando entré, mi madre sorprendida pues le había anunciado que me iba a tomar la mañana en el Registro, me preguntó: “diay, ¿cómo te fue?”. Yo, todavía con los ojos llenos de gotitas le contesté: “lamentablemente bien”.