sábado, 22 de noviembre de 2008

desayuno

Hoy tomé chocolate mexicano, para ver si me apacigua las nostalgias. Lo preparé con detenimiento oscuro, como queriendo reproducir cada uno de los olores que hoy me faltan. Seguí las instrucciones, calenté la leche, disolví los dos trozos, me serví una taza. Me senté con frío en la silla cotidiana y observé ese líquido con nitidez impecable. Acerqué mi cara para que me golpeara su aroma, para que me entrara el humo en los ojos, y me trasportara a ese comedor amarillo en San Cristóbal, o mejor aún, a la tienda-comedor tapizada de ilusiones en Oventik. Me acerqué tanto, con una devoción casi desesperante, que pensé que iba a quemarme las mejillas, o al menos las pestañas. Pero no sucedió. No funciona de esa forma. Creo que ni aunque me lo hubiera echado todo encima, ni siquiera un baño de chocolate mexicano podría realmente retornarme a esas caricias de gélidos céfiros. Este frío que me invade duele más que el chiapaneca, porque lo llevo por dentro en la ausencia de esas gentes y sus telas coloridas. No apacigua mis nostalgias el chocolate caliente, ni escalda mis lagunas, mis conchas vacías de caracoles. Pero al menos logra entibiecer mis dudas, y sostiene incubados mis recuerdos. Es el dulce dolor de lo vivido, la entera agonía de recobrarlo, la escalera sin peldaños que emprendemos para volver a esos palpitares místicos, la sonrisa que espera suspendida en el otoño, cuando sean de colores nuestras casas.

1 comentario:

Uno que mira dijo...

a mí me pasa que no puedo y no quiero hacer nada, que no quiero crearme nuevos recuerdos, para que no se borren los recientes de este viaje, de este prólogo de historia -espero-, que tanto y tan hondamente nos ha marcado.