viernes, 30 de enero de 2009

Yo tengo la derrota intercalada en los huesos

Despierto, hay un olor a dulce en el aire, el sol pinta otras capas de amarillos y naranjas sobre las flores que regala mi ventana, y yo sonrío. Pienso que será un buen día, uno de esos pocos que pasan tranquilos por la tráquea y resbalan lentamente por el esófago hasta el estómago, donde son digeridos sin mayor problema. Sonrío pensando que gané la batalla, que dejo atrás veinte días de abstinencias y cuidados obsesivos. No hago espavientos, no canto a gritos mi victoria, guardo cautela, la celebro con absoluta discreción. Un comentario aislado, quizás, un susurro contento, nada grande, apenas esta sonrisa que me atrevo a dibujar como tímida bandera victoriosa.
No duró más de tres horas.
El desayuno, el agua refrescante de la ducha y de pronto ¡ah! el punzón en el vientre, el golpe inesperado en la barriga que de un soplo desploma el ego, lo desmenuza en pedazos y lo prepara para ser expulsado del cuerpo, cual desecho indeseable, cual ingesta mal digerida. El dolor en la tripa, la aflicción envolvente que se torna rotunda, sofocante. El dolor insolente de una batalla perdida, de la contundente derrota, de la ingenuidad matutina. El dolor que rompe las paredes de carne, que se filtra en los huesos, en las manos y en los ojos, y lo ocupa todo. Subyugación astuta, avasalladora e imponente. La escacez de las fuerzas, las cortas lágrimas en los ojos, la marea de desesperación alcalina que acaba por adormecer las ansias de venganza. La anemia que asecha ya de cerca, el hambre que se ha vuelto una constante, la frustración de saberse inutil y gigante, y la derrota. El cuerpo, debil, falto de honor y exahusto, se rinde. Se rinde como se rinden las tierras cuando ya nadie las defiende, como se rinden los lares cuando les son arrebatados los suelos, los orgullos, las vidas, los funerales y las flores.

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