jueves, 26 de marzo de 2009

llamado

y a veces todavía preguntan por qué no me gusta el teléfono

Me duelen tanto los ojos y en medio de esta ausencia de voces me resulta escandaloso el chillar de un grillo afuera de mi ventana, el gruñido de mis tripas, la madera que cruje en lugares que no alcanzo a visitar. El ritmo inmutable, conocido y registrado en la memoria desde los tres años, esa melodía monótona y detestable que acelera los latidos y revuelve el intestino, la tonada seca que me tira el timbrar del teléfono que no vas a contestar. Aún así la escucho, y aguardo con angustia su previsible final. Mi mano sudorosa se aferra a aquel aparato, lo estruja como queriendo sacarle de sus entrañas tu voz. Mis ojos que irremediablemente te buscan en este espacio vacío, en esta habitación que me queda dos tallas más grande. Sigo escuchando esta melodía genérica, imaginando tus rincones y las líneas de tu cuerpo, imaginando los espacios que habitás, las calles que estás caminando, las voces, los rostros, las botellas que tocan tu cuerpo en este instante en que yo no lo hago. Y luego todo se descompone en lágrima y contracciones de músculos desordenados. El previsible final ocurre. Mi soledad se extiende. Los ruidos no dejan de incomodarme.

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