sábado, 21 de marzo de 2009

Relato de un olvido soñado

Me encontré su nombre perdido en un sueño. Parecía lejano, cambiado, con las puntas deformadas, carcomidas como rocas en la playa cuando las baña el arduo dolor del tiempo. Yo lo leí, lo repasé con necedad inquieta y pronuncié sus curvas insistentemente, como queriendo saborearlas al derretirse en mi lengua. Mi murmullo se fue tornando en grito, el acento fue formando un canto. Y desperté a los muertos que me fueron apareciendo como invocaciones turbias y añoradas en ese campo sagrado en que el sueño borra soledades y ausencias. Me tocaban con sus manos de muerto, que en aquella geografía heterotópica no eran más que manos y dedos. Intentaban hablarme y yo, sumida en el transenombre, seguía cantando a gritos los fonemas que demarcan su silueta. Juntáronse nuestras voces, la del sueño y las de muerto, entonando con espeluznante dulzura un coro que sacudía el monótono vibrar del corazón. Dolían las gargantas y las voces, las pieles erizadas, las puntas de los dedos, dolían lágrimas hacinadas en las bolsas ojerosas, dolía el sueño, el canto, el nombre, la ausencia, el tiempo, la suma de esas letras que no paraba de pronunciar.

Desperté sobresaltada con un cosquilleo angustioso, mi mente tambaleándose entre montañas ahora innombrables, y en la punta de mi lengua una necesidad imperante por conjugar las sílabas que invocarían de los sueños el pasado inexistente. Y fracaso. Sumida en la vigilia que abarca tierras recorridas, choco con las fronteras que imponen su verdad sobre mi canto desarticulado. Busco desesperadamente en cada esquina de mi memoria, busco las huellas de muerto sobre mi piel aún eriza, balbuceo al borde del llanto un borbolleo de ruidos sin tonalidad melódica. Y me rindo. Suspiro con violencia al comprender que no podré conjugar su nombre. Lo he olvidado.

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