lunes, 4 de agosto de 2008

Cuando el concierto acaba y se encienden las luces

“Las patas de mi gallina”, “los pollos de mi cazuela”, “más vale sólo”, “que me lleva candanga”, “nos fuimos y me fui”, “ya está”. No entiendo por qué estas frases, entre muchas otras, rebotan por mis entrañas cuando busco el silencio que no tengo.

Hoy recordé algunas cosas de mi infancia: el número de teléfono de mi prima (223 44 19) y hasta el de mi tercera casa (227 91 11), recuerdo los vidrios del kínder explotador, el disfraz de batman de Alejandro y el de Robin de Fernando, la foto de mi abuelo, a quien nunca conocí, colgada en la habitación de mi abuela, y una pequeña silla que todos decían que era de él, y en mi cabeza no tienía sentido alguno (¿cómo, si mi abuelo fue un viejo, iba a tener una silla tan pequeña?). Recordé que solía comer pan con mantequilla y azúcar, que me gustaba todavía la gelatina (especialmente la verde), que creía que mi hermano nacería multicolor, y que una vez fui a las carreras de caballos (cuando existían) y todos le apostamos al caballo que mi papá dijo que era el mejor, todos menos mi prima, que le apostó a un tal caballo Mora, solamente porque tenía el mismo apellido que ella. Adivinen quién ganó.


Todas esas cosas las puedo recordar con increíble detalle, incluso mejor de lo que esas personas logran recordarlas. Lo que daría hoy por tener esa memoria… por recordar las formas, los olores y los colores, pero sobre todo las palabras, las voces, los secretos que dijimos, y las risas que nos reímos, los tiempos esos que ya no tengo.


Creo que nunca había añorando con tanto ardor una buena memoria. Quisiera recordarlo todo, no sólo lo que pasó, sino sobre todo lo que sentí. Pero en cambio sólo tengo un recuerdo borroso y explosivo, que no logro enfocar ni reproducir por completo. Un recuerdo que me insiste y me asegura que pasó, que yo viví ese momento, y que fue en definitiva de los más intensos y felices que he tenido y que tendré.


Recuerdo sobre todo ese concierto. Tanta gente en la Sabana frente al lago, vino barato, frío y humo plácido. Leon Gieco que cantaba con los brazos, y todos nosotros, nosotros todos, aplaudiendo y balanceándonos al mismo tiempo.

Así es la sensación, ya lo he dicho antes: como de haber ido a un excelente concierto. Nunca queremos que acabe, no podemos creer que haya pasado tan rápido y siempre nos deja queriendo más. Nos produce una amargura dulce cuando lo recordamos, porque es inevitable la nostalgia y el reclamo a la memoria por no haber guardado cada nota tocada, cada palabra dicha, cada baile ejecutado. Pero al menos nos quedan los recuerdos, borrosos y excitados, por supuesto, pero al fin recuerdos. Y podemos saber que sí ocurrió, que lo vivimos, aunque noches como esta nos reclamen, en los ojos y en los dedos, todo aquello que hace rato se perdió.

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