Me pregunto por qué no espero nada de la vida. No espero triunfos ni revolución siglo XXI, no espero la caída ni la derrota exigua, ni morir en la batalla heroica que no tienen nuestros tiempos. No espero nada de esta espera que es la vida, no espero que el mundo cambie, no espero nada.
Y pienso que puede deberse a la ausencia de ferrocarril durante mi infancia. Yo crecí una ciudad sin trenes, llena de carros, taxis, autobuses, gentes que caminan con prisas sobre líneas oxidadas y terriblemente quietas. Pero nunca tuve que esperar la angustia en la estación. Mi padre, con su ausencia intermitente, no iba a llegar en el próximo tren. No había vagones sucios y cargados de chiquillos, ni una señora renca vendía gallos de pollo con achiote de camino a Limón. No había un tren sobrecargado, mi bisabuelo solamente piloteaba su tumba, y yo veía los trenes en la tele y en los sueños. No había un tren que cargara mi añoranza, ni un destino que cambiara mi futuro. No había estación alguna, no había asidero ni tierra, no podía esperar un tren que me sacara de este lugar.
Supongo que por esto es que me gusta tanto seguir el camino de la línea del tren. Supongo que es por esto que nos gusta tanto. Ha de ser un goce hidropónico: caminar por las vías vacías , cubiertas algunas de pastos, saltar entre las tablas viejas, encontrar nuestra ilusión en tesoros expirados, en las flores que crecen a los lados, en las paredes que gritan curvas de colores, en los paraguas rotos, hechos mierda, que auguran con sus alas secas las sonrisas que nos vamos a encontrar. Cruzar los puentes con las tripas en la mano, y asustarnos con el pito estruendoso que se acerca, un como si de verdad existiera un tren. ¡Un tren! Un tren o un trailer, da igual, ya no es lo mismo. Crecimos sin estaciones, sin estaciones vivimos. Por eso caminamos sin rumbo, sin tiempo y sin prisa, sin esperar nada, nada, solamente caminar por caminar, como vagones perdidos que a falta de locomotora y/o destino, no pueden más que vagar.
Y pienso que puede deberse a la ausencia de ferrocarril durante mi infancia. Yo crecí una ciudad sin trenes, llena de carros, taxis, autobuses, gentes que caminan con prisas sobre líneas oxidadas y terriblemente quietas. Pero nunca tuve que esperar la angustia en la estación. Mi padre, con su ausencia intermitente, no iba a llegar en el próximo tren. No había vagones sucios y cargados de chiquillos, ni una señora renca vendía gallos de pollo con achiote de camino a Limón. No había un tren sobrecargado, mi bisabuelo solamente piloteaba su tumba, y yo veía los trenes en la tele y en los sueños. No había un tren que cargara mi añoranza, ni un destino que cambiara mi futuro. No había estación alguna, no había asidero ni tierra, no podía esperar un tren que me sacara de este lugar.
Supongo que por esto es que me gusta tanto seguir el camino de la línea del tren. Supongo que es por esto que nos gusta tanto. Ha de ser un goce hidropónico: caminar por las vías vacías , cubiertas algunas de pastos, saltar entre las tablas viejas, encontrar nuestra ilusión en tesoros expirados, en las flores que crecen a los lados, en las paredes que gritan curvas de colores, en los paraguas rotos, hechos mierda, que auguran con sus alas secas las sonrisas que nos vamos a encontrar. Cruzar los puentes con las tripas en la mano, y asustarnos con el pito estruendoso que se acerca, un como si de verdad existiera un tren. ¡Un tren! Un tren o un trailer, da igual, ya no es lo mismo. Crecimos sin estaciones, sin estaciones vivimos. Por eso caminamos sin rumbo, sin tiempo y sin prisa, sin esperar nada, nada, solamente caminar por caminar, como vagones perdidos que a falta de locomotora y/o destino, no pueden más que vagar.