domingo, 7 de diciembre de 2008

dolor de cabeza

Yo [me] despierto estancada, como soñé en ese lago, un lago lleno de cocodrilos en medio de una montaña, desde donde podía ver el mar, y sol que se acostaba en la esquina de la izquierda, dejada a la libre por varios árboles extraños, como aquel. Quizás una de las mejores vistas que he conocido en mis sueños. Pero estaba dolorosamente profanada, maldita. Alguien había llenado ese estanque con cocodrilos, alguien nos había llevado ahí para hacernos trabajar y dormir en el avión que con dificultades había logrado aterrizar sobre ese lago. Una ciudad de cautivos, una tierra donde no pasa el tiempo, donde encontré mis enemigas de la adolescencia, las que con más fuerza me mataron, y el tiempo no corría, y yo no me rebelaba, no hacía revolución ni organizaba motines. Solamente buscaba calladita la forma más tersa de sobrevivir, y encontraba corazones abiertos en los adolescentes que nos rodeaban, a quienes les fui agarrando cariño, a falta absoluta de mis gentes, a falta absoluta de amigos.
Yo despierto en mi habitación llena de montañas, que no son verdes ni hermosas, ni albergan estanques corruptos, ni esconden el sol, ni la playa. Montañas de papeles con números ajenos, montañas de cajas que anticipan la locura momentánea. Despierto con el mismo dolor de cabeza que anoche cargué hasta un parquecillo mágico, donde confluían las historias y el cine proyectaba lo desviado que puede ser nuestro destino. Me duele la cabeza y augura temporadas sinusitosas. Yo sigo en estancada sin estanque. Quizá ya sea tiempo de aprender otro idioma.

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