martes, 9 de diciembre de 2008

lo que el virus no se llevó

Yo sé, sé que se lo prometimos a esa noche, pero tenía que volver a ese lugar. Ya sabrá usted, esa nostalgia que me invadió desde la mañana del sábado, al despertar con el cadáver de ilusión en la maceta, no podía bajármela con nada. No sirvieron mis conjuros para adelantar el anochecer y tuve que irme a secas, así, con el sol tierno de las ocho treinta. Al llegar, la esquina me pareció demasiado arriba, la cuesta donde esa noche Clandestino Miguel escuchaba la hora de los novios en su descapotable rojo, era apenas una leve inclinación de los humores. El parque era amarillo. ¡Amarillo! Y quizás algo naranja, pero nada azul, nada negro, nada gris. Yo sé que prometí nunca verlo de día y sé también que mi egoísmo inspira esta descripción equívoca e innecesaria, pero vea usted, yo creo que todo esto de nada importa (o quizás más bien de mucho, claro, porque duele en las nalgas que hace dos días sentaron ese parque). Pasa lo siguiente: aquel parque no estaba ahí. Era otro, tenía flores muy bonitas, y luz, y otros espacios, pero no había rincones, ni viento frío, ni historias desperdigadas entre las sombras. Quizás somos cadenas de tristes profecías, y como me dijo alguien esta mañana justo antes de salir: puede que nos haya pasado como a aquel pobre cronopio, el mundo se nos corrió de pronto, y ahora ¿cómo volvemos a encontrarnos?

1 comentario:

Uno que mira dijo...

El consuelo es que el parque de día es otro, no el que vimos, no el nuestro. Es, tal vez, el parque optimista que usted necesitaba (¿lo es?). Y eso me hace pensar que es tan, pero tan maravilloso, que será la justa medida de la necesidad de los ánimos. Bendito sea.