Dicen que mi abuela era florista. Era una hacedora-de-flores. Las hacía de todos tamaños y colores, con una dedicación que, según cuenta mi madre, le gastaba las pestañas por las noches que se alargaban eternamente entre las luces amarillas y el olor añejo de la casa. Dicen que el suelo quedaba cubierto de basuritas, pequeños trocitos de tela y alambre, cuasi-flores deshojadas adornando el piso de madera. Dicen que tenía una delicadeza única, como si sus manos hubiesen nacido para moldear flores: la tela que paseaba por sus dedos se tornaba en pétalo, en botón, retoño, tallo, flor, en flor.
A veces, a pesar de mi contundente escepticismo en materia de herencias y de genes, pienso que algo ha de haberme impregnado esa mujer con nombre de grito. Pues bien, si el amor no se hereda, quizás se regala en generaciones alternas. Y así yo, nieta de florista, me encuentro la vida entera coleccionando flores que caen en mi camino. Como no tengo la magia ni la habilidad de mi abuela, yo apenas las contemplo, las archivo, procuro conservarlas cerca de mi piel. Cargo cien fotos, a falta de imágenes en mi cabeza; guardo cadáveres en mi cuaderno, que con los meses van cambiando sus vestidos de colores. Las junto todas, las traigo a casa, les escribo un verso. Las amo, como amo pocas cosas en la vida.
Pienso que la vieja y yo hubiésemos tenido largas horas compartidas. Yo le contaría de mis paseos cotidianos en busca de sorpresas por las calles de los barrios, y le mostraría las fotografías con que intento colarlas del olvido. Ella movería sus dedos que yo observaría aturdida, y al cabo de unas horas me regalaría un ramo de recuerdos, más potente que mis fotos, mas voluble que mis versos.
Si de alguien heredé mi profunda fijación floral tiene que haber sido de ella. Es una lástima no haberla conocido nunca, porque probablemente hubiera heredado también su oficio. Pero como no la conocí no aprendí nunca a darle vida a las flores. Aprendí a darles muerte, a escribir sus obituarios mientras velo sus cuerpos. Si mi abuela era partera de flores, yo soy su sepultera. Ella, Socorro de la flores, mujer de manos duras, de soledades floreadas, de engendros coloridos; yo, su nieta, muchacha de nostalgias, de hidroponía perdida, de recuerdos sin forma, dueña de un cementerio de flores con tumbas ausentes que velan entre las páginas los colores tersos y desvanecientes, agónicos.
A veces, a pesar de mi contundente escepticismo en materia de herencias y de genes, pienso que algo ha de haberme impregnado esa mujer con nombre de grito. Pues bien, si el amor no se hereda, quizás se regala en generaciones alternas. Y así yo, nieta de florista, me encuentro la vida entera coleccionando flores que caen en mi camino. Como no tengo la magia ni la habilidad de mi abuela, yo apenas las contemplo, las archivo, procuro conservarlas cerca de mi piel. Cargo cien fotos, a falta de imágenes en mi cabeza; guardo cadáveres en mi cuaderno, que con los meses van cambiando sus vestidos de colores. Las junto todas, las traigo a casa, les escribo un verso. Las amo, como amo pocas cosas en la vida.
Pienso que la vieja y yo hubiésemos tenido largas horas compartidas. Yo le contaría de mis paseos cotidianos en busca de sorpresas por las calles de los barrios, y le mostraría las fotografías con que intento colarlas del olvido. Ella movería sus dedos que yo observaría aturdida, y al cabo de unas horas me regalaría un ramo de recuerdos, más potente que mis fotos, mas voluble que mis versos.
Si de alguien heredé mi profunda fijación floral tiene que haber sido de ella. Es una lástima no haberla conocido nunca, porque probablemente hubiera heredado también su oficio. Pero como no la conocí no aprendí nunca a darle vida a las flores. Aprendí a darles muerte, a escribir sus obituarios mientras velo sus cuerpos. Si mi abuela era partera de flores, yo soy su sepultera. Ella, Socorro de la flores, mujer de manos duras, de soledades floreadas, de engendros coloridos; yo, su nieta, muchacha de nostalgias, de hidroponía perdida, de recuerdos sin forma, dueña de un cementerio de flores con tumbas ausentes que velan entre las páginas los colores tersos y desvanecientes, agónicos.
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