viernes, 26 de diciembre de 2008

A veces me pregunto por qué no espero nada

Me pregunto por qué no espero nada de la vida. No espero triunfos ni revolución siglo XXI, no espero la caída ni la derrota exigua, ni morir en la batalla heroica que no tienen nuestros tiempos. No espero nada de esta espera que es la vida, no espero que el mundo cambie, no espero nada.

Y pienso que puede deberse a la ausencia de ferrocarril durante mi infancia. Yo crecí una ciudad sin trenes, llena de carros, taxis, autobuses, gentes que caminan con prisas sobre líneas oxidadas y terriblemente quietas. Pero nunca tuve que esperar la angustia en la estación. Mi padre, con su ausencia intermitente, no iba a llegar en el próximo tren. No había vagones sucios y cargados de chiquillos, ni una señora renca vendía gallos de pollo con achiote de camino a Limón. No había un tren sobrecargado, mi bisabuelo solamente piloteaba su tumba, y yo veía los trenes en la tele y en los sueños. No había un tren que cargara mi añoranza, ni un destino que cambiara mi futuro. No había estación alguna, no había asidero ni tierra, no podía esperar un tren que me sacara de este lugar.

Supongo que por esto es que me gusta tanto seguir el camino de la línea del tren. Supongo que es por esto que nos gusta tanto. Ha de ser un goce hidropónico: caminar por las vías vacías , cubiertas algunas de pastos, saltar entre las tablas viejas, encontrar nuestra ilusión en tesoros expirados, en las flores que crecen a los lados, en las paredes que gritan curvas de colores, en los paraguas rotos, hechos mierda, que auguran con sus alas secas las sonrisas que nos vamos a encontrar. Cruzar los puentes con las tripas en la mano, y asustarnos con el pito estruendoso que se acerca, un como si de verdad existiera un tren. ¡Un tren! Un tren o un trailer, da igual, ya no es lo mismo. Crecimos sin estaciones, sin estaciones vivimos. Por eso caminamos sin rumbo, sin tiempo y sin prisa, sin esperar nada, nada, solamente caminar por caminar, como vagones perdidos que a falta de locomotora y/o destino, no pueden más que vagar.

martes, 16 de diciembre de 2008

a flor

En mi cédula de identidad se lee...

Señales especiales:
a veces casi siempre,
con ganas de llorar...
(NM)


Digitaba sin parar cruces y números, hasta que un recuerdo fresco de poema me obligó a detenerme con un salto.

Comentaba este poema con Daniel, que por supuesto comprendía que se lo compartía en calidad autoreferente. Me miró con ojos de enternecimiento triste. Le conté que Carlos dijo una vez que los textos de Nora Méndez de alguna forma le recordaban a mí. Y él suspiró un abrazo. Yo le dije que no es nada malo, es simplemente que así vivo conmovida, y lloro todo el tiempo, no con ligereza, todo lo contrario, con lágrimas cargadísimas de menjurjes de emociones. Él me dijo: sí, tenés tus sentimientos a flor de piel. Y luego, sabiamente, se corrigió: tenés tus sentimientos a flor.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Dicen que mi abuela era florista. Era una hacedora-de-flores. Las hacía de todos tamaños y colores, con una dedicación que, según cuenta mi madre, le gastaba las pestañas por las noches que se alargaban eternamente entre las luces amarillas y el olor añejo de la casa. Dicen que el suelo quedaba cubierto de basuritas, pequeños trocitos de tela y alambre, cuasi-flores deshojadas adornando el piso de madera. Dicen que tenía una delicadeza única, como si sus manos hubiesen nacido para moldear flores: la tela que paseaba por sus dedos se tornaba en pétalo, en botón, retoño, tallo, flor, en flor.

A veces, a pesar de mi contundente escepticismo en materia de herencias y de genes, pienso que algo ha de haberme impregnado esa mujer con nombre de grito. Pues bien, si el amor no se hereda, quizás se regala en generaciones alternas. Y así yo, nieta de florista, me encuentro la vida entera coleccionando flores que caen en mi camino. Como no tengo la magia ni la habilidad de mi abuela, yo apenas las contemplo, las archivo, procuro conservarlas cerca de mi piel. Cargo cien fotos, a falta de imágenes en mi cabeza; guardo cadáveres en mi cuaderno, que con los meses van cambiando sus vestidos de colores. Las junto todas, las traigo a casa, les escribo un verso. Las amo, como amo pocas cosas en la vida.

Pienso que la vieja y yo hubiésemos tenido largas horas compartidas. Yo le contaría de mis paseos cotidianos en busca de sorpresas por las calles de los barrios, y le mostraría las fotografías con que intento colarlas del olvido. Ella movería sus dedos que yo observaría aturdida, y al cabo de unas horas me regalaría un ramo de recuerdos, más potente que mis fotos, mas voluble que mis versos.

Si de alguien heredé mi profunda fijación floral tiene que haber sido de ella. Es una lástima no haberla conocido nunca, porque probablemente hubiera heredado también su oficio. Pero como no la conocí no aprendí nunca a darle vida a las flores. Aprendí a darles muerte, a escribir sus obituarios mientras velo sus cuerpos. Si mi abuela era partera de flores, yo soy su sepultera. Ella, Socorro de la flores, mujer de manos duras, de soledades floreadas, de engendros coloridos; yo, su nieta, muchacha de nostalgias, de hidroponía perdida, de recuerdos sin forma, dueña de un cementerio de flores con tumbas ausentes que velan entre las páginas los colores tersos y desvanecientes, agónicos.

martes, 9 de diciembre de 2008

lo que el virus no se llevó

Yo sé, sé que se lo prometimos a esa noche, pero tenía que volver a ese lugar. Ya sabrá usted, esa nostalgia que me invadió desde la mañana del sábado, al despertar con el cadáver de ilusión en la maceta, no podía bajármela con nada. No sirvieron mis conjuros para adelantar el anochecer y tuve que irme a secas, así, con el sol tierno de las ocho treinta. Al llegar, la esquina me pareció demasiado arriba, la cuesta donde esa noche Clandestino Miguel escuchaba la hora de los novios en su descapotable rojo, era apenas una leve inclinación de los humores. El parque era amarillo. ¡Amarillo! Y quizás algo naranja, pero nada azul, nada negro, nada gris. Yo sé que prometí nunca verlo de día y sé también que mi egoísmo inspira esta descripción equívoca e innecesaria, pero vea usted, yo creo que todo esto de nada importa (o quizás más bien de mucho, claro, porque duele en las nalgas que hace dos días sentaron ese parque). Pasa lo siguiente: aquel parque no estaba ahí. Era otro, tenía flores muy bonitas, y luz, y otros espacios, pero no había rincones, ni viento frío, ni historias desperdigadas entre las sombras. Quizás somos cadenas de tristes profecías, y como me dijo alguien esta mañana justo antes de salir: puede que nos haya pasado como a aquel pobre cronopio, el mundo se nos corrió de pronto, y ahora ¿cómo volvemos a encontrarnos?

lunes, 8 de diciembre de 2008

Cómo alimento a mi virus

Me lo contagió hace unas semanas la estúpida con labios de llanta y juanetes por pies. Comenzó a joderme lento los accesos, gran estratega de guerra este cabrón, fue cerrándome puertas, volándome los puentes, cortándome los cables que quedaban, los que aún me sostenían. Gran estratega de guerra este cabrón, no quiso borrarme la memoria ni arrancarme recuerdo alguno, lo dejó todo aquí para que yo siga intentando conectarme con las voces conocidas, esas que sé muy bien que están al otro lado. Me frustran los contornos al no poder alcanzarlas.

Hoy logré burlar su ayuno de palabras, y me escapé a otra terminal desconocida, donde encuentro un vacío que me desalienta. Pero no importa. Yo también tengo mis tácticas de defensa, y ahora engaño al infeliz que cree que aún me custodia. Desconecté el cable que comunica el puerto con el mundo, pero el imbécil no se ha dado cuenta. Él sigue enviándole reportes a sus superiores, reportes que nunca llegan, como no llegan mis mensajes. Se come esta nada que es engaño, se come su incomunicación sordomuda. Yo lo alimento con las mentiras que él desecha. Ninguno tiene ahora sus cables. ¡Que se joda! Este hijueputa aprenderá a ayunar comiendo de la misma mierda que yo como.

domingo, 7 de diciembre de 2008

. . . . . . . . . .

No llaman a la puerta los errores, no llaman los fantasmas, ni los compas, no llama nadie. Silencio que escandaliza el viento. Cambiaría este sol por llovizna gris si me lo ofreciera el viejo que carga una bolsa de mi tamaño sobre su espalda. No suenan los teléfonos vacíos. No hay rostros circulando las calles que arroja esta ventana. No hay palabras de recuerdo o de memoria, no hay mensajes que me haya dejado el guaro, no hay ruido, no hay personas, no hay nada.

dolor de cabeza

Yo [me] despierto estancada, como soñé en ese lago, un lago lleno de cocodrilos en medio de una montaña, desde donde podía ver el mar, y sol que se acostaba en la esquina de la izquierda, dejada a la libre por varios árboles extraños, como aquel. Quizás una de las mejores vistas que he conocido en mis sueños. Pero estaba dolorosamente profanada, maldita. Alguien había llenado ese estanque con cocodrilos, alguien nos había llevado ahí para hacernos trabajar y dormir en el avión que con dificultades había logrado aterrizar sobre ese lago. Una ciudad de cautivos, una tierra donde no pasa el tiempo, donde encontré mis enemigas de la adolescencia, las que con más fuerza me mataron, y el tiempo no corría, y yo no me rebelaba, no hacía revolución ni organizaba motines. Solamente buscaba calladita la forma más tersa de sobrevivir, y encontraba corazones abiertos en los adolescentes que nos rodeaban, a quienes les fui agarrando cariño, a falta absoluta de mis gentes, a falta absoluta de amigos.
Yo despierto en mi habitación llena de montañas, que no son verdes ni hermosas, ni albergan estanques corruptos, ni esconden el sol, ni la playa. Montañas de papeles con números ajenos, montañas de cajas que anticipan la locura momentánea. Despierto con el mismo dolor de cabeza que anoche cargué hasta un parquecillo mágico, donde confluían las historias y el cine proyectaba lo desviado que puede ser nuestro destino. Me duele la cabeza y augura temporadas sinusitosas. Yo sigo en estancada sin estanque. Quizá ya sea tiempo de aprender otro idioma.