domingo, 29 de junio de 2008

quiero vivir la vida aventurera (...) Otra vez!

Otra vez manejar por las calles mojadas, por estas que me son prohibidas los jueves. Otra vez pensar que perdí una batalla que jamás debí permitirme perder. Y el doler de esta derrota absurda y llena de ataques ajenos, y yo dejándolo ir todo, con mi paupérrima vocación de mártir.

Otra vez dejarlo en la puerta de su casa, y mirarlo alejarse tras gotas gordas de lluvia. Saber que nos separan meses, kilómetros y salarios, y que estamos condenados a esperarnos y a extrañarnos hasta que cambie la suerte, o hasta que nada cambie.

Otra vez recordarla y extrañar sus historias, y querer contarle el mundo tan pequeño y aburrido en que me encuentro. Tener miedo de llamarla y no encontrarla más. Tener miedo, como bien lo dijo ella, de ensuciar esos recuerdos que es lo poco que nos queda. Y extrañarla, todavía.

Y otra vez, otra vez, volver a este cuarto con un bombillo que alumbra a medias, con mi perra envuelta en cobijas color naranja, y la lluvia golpeteando entre los techos y los árboles. Yo sola, desempleada, egresada y desganada, en este estado de inercia que continúa alejándome de él. Queriendo reencontrarme con sus besos, como anoche, y con su rato y su silencio, que sin mucha angustia solemos compartir. Yo añorando futuros aún lejanos, aún imposibles, otra vez.

sábado, 14 de junio de 2008

Que las cartas que nunca llego a escribir se roben todos mis silencios. Eso es lo que espero. Que este cosquilleo tan necio y molesto, otra vez adentro del pecho, se disipe entre las mil tareas pendientes que tengo por hacer. Así es. Todo se estanca de vez en cuando en una especie de zumbido mudo que se siente sólo desde adentro.

Yo ya no me opongo, no me resisto a este dolor invasivo que construye barricadas en mi lengua y mi garganta, y ocupa esta carne blanca que hace mi cuerpo. Ya no me pierdo. Entiendo que cuando viene ha estado avisando por meses, y yo por negligencia siempre me niego a escucharlo. Y entonces luego golpea, en noches como hoy, en 3 semanas de nauseas y de ayunos, en insomnios nocturnos y narcolepsia matutina. Llega y se inserta en el cuerpo como ese parásito necio que tras los años obtiene nuestra resignación.

Yo despierto de pronto con la guardia baja, con las pestañas húmedas y la boca seca, y sé, sé muy bien, que he llevado a cabo una cadena de equivocaciones recurrentes. Y entonces sé también que sería más fácil si este cuarto no estuviera vacío, desordenado y callado. Pero así está. Y el parásito-dolor está adentro de mi cuerpo. Nada puede hacerse. Nada puede cambiarse.

sábado, 24 de mayo de 2008

Bajo el letrero de: NO TOCAR

Bajo el letrero de: no tocar, se esconde todo tu cuerpo. Y yo con estas manos de muerto que trabajan solas, me muero una vez más por alcanzarte. Favor no tocar, favor no llamar, favor no escribir, ¿favor no amar? Lo intento desde adentro, te lo juro, desde lo que queda con fuerzas, pero este cuerpo muerto es difícil de controlar. No me hace caso. Se rebela y lo encuentro de pronto marcando tu número en el teléfono, conduciendo hasta tu casa, buscándote entre papeles, no sé. Me enojo, por supuesto, lo regaño. ¿Pero de qué sirve regañar a un muerto? Sigue muerto el cadáver, sigue sin hacernos caso. No lee los letreros, no entiende estas nuevas reglas. Sólo ve tu cuerpo y quiere abrazarte, como antes, como cuando no era aún cadáver.

Y es que cómo hacer cuando las prohibiciones son tan duras, tan tristes, tan fuertes. Cómo hacer cuando un cartel invisible proclama con siete letras la muerte que matará al muerto. No tocar, pero si tocarte es parte de mis funciones vitales. No llamar, pero si no tengo nadie más con quien burlarme del mundo. No escribir, pero si estás ahí y te veo en rojo, mientras mis dedos brincan sobre las teclas gritando siete mil palabras para vos. No amar… Bueno esa sí que no la entiendo. Esta escrita en otra lengua, creo, resulta impronunciable para mí.

Hace algunos años me hubiera reventado los puños contra las paredes. Bah, hace apenas dos meses lo hubiese hecho. Pero hoy no. No puedo dejar más cicatrices. Quizás sería mejor nada más bajarme todo el volumen y pasar muy calladita entre las piedras y los ríos que se han llenado de sangre, para no despertar a nadie. Talvez sea lo mejor si me muevo entre sombras procurando no dejar huellas, ni olores, ni rastros. Talvez sea lo mejor.

Si emprendo este viaje sería para no dejar a nadie, pero para que me dejen todos (pasar). Quizás así respiren los cuerpos agónicos y vuelva a palpitar ese absurdo que llamamos corazón. No lo sé. Quizás en serio sea lo mejor, quizá deberíamos cruzar el mar. No sé…

miércoles, 21 de mayo de 2008

Aquí desde esta cárcel

Libre soy cuando puedo besarte al despertar. Libre soy cuando no tengo que pedir permiso para abrazarte, cuando puedo estirar mis manos y tocar tu espalda, suavecito y luego más fuerte, amasando tu piel entre mis manos. Libre soy cuando puedo jugar en tu barba, cuando te llamo Gati y me contestás Pequeña. Libre soy cuando no tengo que sostener mis manos, ni esconder mi teléfono para no llamarte, cuando no tengo que tragarme palabras tan gruesas como: te amo, te extraño, quiero verte, dame un beso, escapémonos de aquí, queréme, por favor, perdón.

Soy libre cuando despierto saboreando tu nombre y cuando hago estúpidos planes de viajes y posgrados que nunca pasarán. Cuando te cuento mis aburridos y rutinarios días, y vos me escuchás sin ganas pero con una sonrisa. Libre soy cuando puedo hacer lo que yo quiero y lo que quiero es buscarte y aferrarme toda a vos.

Ves, te equivocaste ayer. No soy libre ahora, todo lo contrario. Libre era cuando podía amarte, y ahora que construiste esta pared interminable entre nosotros, lo segundo que perdí, después de perderte a vos, fue mi libertad.

Daniel

Caminar las calles,
recorrer los trillos,
olvidar tus manos
y decirte adios.
Escuchar los silencios
como lágrimas,
escurriéndose por los rincones
y filtrándose entre las cejas y los ojos.
Despedir tu sombra
y tus ecos todos,
desesperadamente doler, doler.
Caminar sin vos
aunque estés a mi lado.
Caminar ausente
y cansada y doliendo.
Dejar ir Paris
-con sus cuatro décadas-
dejar el futuro
y los pasos ajenos.
Tantas las promesas,
tantas las palabras
y tan largos los años.
Se acabaron los techos
y también las lluvias,
impregnó todo el hastío
y nadie cortó sus venas,
no hubo serenatas
ni nobles despedidas.
Sólo noches negras
y oscuras las lágrimas
plagando los insomnios que no pagaré.
No hubo sorpresas,
fue una muerte lenta,
cargada de agonías y de excusas,
y de sombras antigüas
que jamás podre poblar otra vez.

Mi duelo

Jean Allouch se equivocó, sabés? Seguro nunca perdió lo más grande en su vida, seguro nunca lo dejó en media cuesta el amor más grande. Porque esta es la muerte, y está cargada de duelo. Esta es la muerte misma y no puede ser nada más. Yo que estuve en aquel avión agonizando por tres horas y llorando mi propia muerte, puedo decirte hoy que no hay nada más cercano ni más muerte que este día.

Es la muerte. La siento penetrando todo espacio de mi piel. Se clava entre las uñas, ahí donde más duele, y me punza y me arde cada pedacito de este cuerpo pálido. Primero comienza por los dedos, las partes más pequeñas, y va avanzando con impresionante rapidez por todos lados. Es peor que el cáncer, peor que todos los dolores juntos, es morir y morirse en cada respiro, en cada puño de lágrimas y cada segundo que vivo sin vos.

Esta es la muerte misma y el duelo completo, y no puede ya ser nada más. Cuando se acaba la vida y se pierde la persona, cuando se arranca de un solo toda esperanza y futuro. Ahí se muere, como yo, y se llora el peor duelo que puede existir. Es un duelo vivo pero absolutamente muerto. Y ahora no queda nada.

La vida, pues, quizás vuelva a comenzar, quizás se arme de repente en alguna esquina que escampa, no sé. Pero aquella, la vida que ha muerto, la vida que se fue, la vida entera… esa no va a revivir jamás. Es como un reencarnar cruel y violento en un cuerpo pálido y perdido que no tiene fuerza alguna. Es como verse morir desde un avión (esta vez tico) y ver como se acaba todo, absolutamente todo, y no se vuelve a respirar jamás.

Jean Allouch se equivocó, ves. Ayer vi morir mi vida, aquella única que tenía, y hoy lloro desde este impase oscuro el duelo de nosotros, de vos tan ausente, y de mi falta de vida.