jueves, 9 de febrero de 2012

por los siglos de los siglos


27.1.12  
La Habana

Frente a un rostro de Alejandro Magno. Sus ojos a la altura de los míos, sus formas proporcionalmente más grandes. No es, cabe decirlo, el primero que veo. Es más, la sala entera en que me encuentro está  repleta de cuerpos incompletos. Pero este me es diferente.

Estoy maravillada con sus formas, con la ternura que su piel dibuja, cada curva formando un campo abierto, la suave alineación de las montañas que se juntan invitando a recorrerlas. No es ni cercano a lo perfecto, pero me atrapa. Sus labios entreabiertos, dejando apenas ver la orillita de sus dientes y el agujero oscuro donde guarda su lengua. Es casi como si pudiera hablarme, parece que quisiera decir algo. El labio superior contorsionado, doblándose en un valle y dos montañas, papiroflexia humana hecha de mármol, qué gesto tan sencillo, tan cierto, tan real, que casi se le escapan las palabras.

Su piel tiene destellos transparentes, pequeñas estrellitas que le adornan, los pómulos, la frente, los cachetes, el pelo encolochado y hacia atrás. De pronto es como verlo moverse, es casi como si vibrara, el fondo a contraluz se hace borroso, cual paisaje en ventana de tren en movimiento. Me asusta levemente el movimiento, me da vértigo y tengo que tocarme las piernas como queriendo comprobar que siguen quietas. Lo sé, siento que vibra intensamente y no es el fondo, ni es el mundo, no es la sala, es Alejandro Magno hecho de mármol y Malisor perdida en La Habana.

Y entonces siento un jalón desde adentro, del pecho, oscuro pero esta vez no es doloroso, es como ese vacío de precipicio que jala los cordones de mi alma. Lo entiendo, pero no logro terminar de comprenderlo, no cabe tanto tiempo en mi cabeza. Este es un puente cósmico, una barcaza, una ventana abierta hacia los tiempos. ¿Cuántos ojos pasaron por sus ojos? ¿Cuántas manos, cuántas gentes? Decenas de siglos acumulados, tantísimas historias, tantas, tantas perspectivas. Alguna vez estuvo en otro lado, este Alejandro que entonces tendría también un cuerpo de mármol. Las gentes le pasaban en frente, quizás sin percatarse, quizás para adorarlo, y con seguridad alguien se detenía de vez en cuando y le miraba los ojos, los labios entreabiertos, la piel que le brillaba, y con seguridad ese ser, tan diametralmente lejano, tan cotidianamente distinto a mí, cercano apenas en fisionomía – si acaso –, ese ser de otro mundo y otro tiempo, se habría conmovido igual que yo, lo habría visto vibrar con esa fuerza viva que gentes como él y como yo vamos dejando, se habría conmovido tanto sin posibilidad de imaginar que milenios después una muchacha se toparía de frente con el rostro decapitado y sentiría en su pecho la traducción exacta de aquella emoción incontrolable.

Lo miro con los ojos hechos agua. Parece que quiere decirme algo. Parece que deja pasar el aire, en un zumbido mágico ancestral. Lo entiendo aunque me desborde las sientes. “Yo sé”, le digo. Y me alejo, llevándome en el pecho la intención de su canto desarticulado.

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