Creo que no conozco cosa más frágil que mi fe, comparable únicamente a mi cuota de esperanza acumulada en la vida. Y sin embargo me cuesta tantísimo rendirme, sobre todo en las batallas a todas luces perdidas. Claro, que en una semana como esta las fuerzas se agotan casi por completo. Y entonces a estas alturas se hace difícil concretar mi usual insolencia, y reclamar con rabia las injusticias del día. Me quedo saboreando fragmentos de grito en mi boca, fragmentos agrios y demasiado pequeños, que no lograron formarse ni siquiera en quejido, pero tampoco se disuelven y entonces se concentran espesando mi saliva. Me encuentro sentada con la mirada esquiva, sin dirigirla hacia ningún lugar específico, pero en definitiva a la espera. ¿De qué? Aún no lo sé, pero como he decidido dejar de retar a la vida (al menos por unos días), hoy estoy convencida de que vendrá más, de que esto no acaba. Confiar en la calma futura es convocar a los heraldos negros, invitarlos. Creer que todo ha pasado sería entregarse al flagelo iracundo del dios de los ateos. Yo no lo hago. No confío ni creo, pero hoy tampoco me defiendo. Me siento a esperar que lance la vida sus escupitajos, y no hago siquiera el más mínimo esfuerzo por esquivarlos. ¿Qué más da? A veces triunfa el cansancio, la cobardía, la derrota, el ácido láctico que arratona el corazón. Y entonces miramos con los ojos hinchados, y ofrecemos saludos con las manos espinadas. Respiramos hondo, muy muy hondo, e intentamos retener los aires entre las venas y la carne. Ah… Al fin terminamos soltándolo todo en medio de un suspiro que más bien parece bostezo.
Yo respiro de nuevo, cansada y mareada, respiro profundo mientras sigo sentada en este acto de esperar.
Yo respiro de nuevo, cansada y mareada, respiro profundo mientras sigo sentada en este acto de esperar.
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