sábado, 3 de mayo de 2008

Aquel mono que fue mi amigo

Recuerdo cada día al mono que fue amigo. Tenía el pelo color café-amarillento, casi siempre despeinado, aunque finalmente aprendió a peinarse. Tenía las palabras cortas y las sonrisas gigantes, y cuando las combinaba sabía que podía calmarnos a todos, o por lo menos a mí.

Crecimos juntos en las casas y los árboles. Yo le enseñé a enfrentarse a las gentes, y él me enseñó a jugar escondido con el mundo. Creamos un lenguaje repleto de estrategia, construimos un castillo de arena en cada casita que poblamos. Nos convertimos juntos en grandes guerreros y peleamos en silencio diez mil batallas transparentes.

Más que la sangre, nos unieron las lágrimas. Más que la espiga, nos unió la infancia. Y crecimos hasta ser amigos y compañeros de vidas, marcados por cicatrices idénticas como tatuajes de guerra.

Pero hace algunos meses (o muchos, o varios) perdí a aquel mono que fue mi amigo. Confieso que fue más abandono que extravío. Yo no lo he buscado, porque creo que no voy a encontrarlo más. Lo extraño cada día, sobre todo al anochecer. Y en tardes como hoy tan calladas y eternas me hacen falta sus cortas palabras, sus sonrisas grandotas y su hermano cariño.

No hay comentarios: