viernes, 26 de diciembre de 2008

A veces me pregunto por qué no espero nada

Me pregunto por qué no espero nada de la vida. No espero triunfos ni revolución siglo XXI, no espero la caída ni la derrota exigua, ni morir en la batalla heroica que no tienen nuestros tiempos. No espero nada de esta espera que es la vida, no espero que el mundo cambie, no espero nada.

Y pienso que puede deberse a la ausencia de ferrocarril durante mi infancia. Yo crecí una ciudad sin trenes, llena de carros, taxis, autobuses, gentes que caminan con prisas sobre líneas oxidadas y terriblemente quietas. Pero nunca tuve que esperar la angustia en la estación. Mi padre, con su ausencia intermitente, no iba a llegar en el próximo tren. No había vagones sucios y cargados de chiquillos, ni una señora renca vendía gallos de pollo con achiote de camino a Limón. No había un tren sobrecargado, mi bisabuelo solamente piloteaba su tumba, y yo veía los trenes en la tele y en los sueños. No había un tren que cargara mi añoranza, ni un destino que cambiara mi futuro. No había estación alguna, no había asidero ni tierra, no podía esperar un tren que me sacara de este lugar.

Supongo que por esto es que me gusta tanto seguir el camino de la línea del tren. Supongo que es por esto que nos gusta tanto. Ha de ser un goce hidropónico: caminar por las vías vacías , cubiertas algunas de pastos, saltar entre las tablas viejas, encontrar nuestra ilusión en tesoros expirados, en las flores que crecen a los lados, en las paredes que gritan curvas de colores, en los paraguas rotos, hechos mierda, que auguran con sus alas secas las sonrisas que nos vamos a encontrar. Cruzar los puentes con las tripas en la mano, y asustarnos con el pito estruendoso que se acerca, un como si de verdad existiera un tren. ¡Un tren! Un tren o un trailer, da igual, ya no es lo mismo. Crecimos sin estaciones, sin estaciones vivimos. Por eso caminamos sin rumbo, sin tiempo y sin prisa, sin esperar nada, nada, solamente caminar por caminar, como vagones perdidos que a falta de locomotora y/o destino, no pueden más que vagar.

martes, 16 de diciembre de 2008

a flor

En mi cédula de identidad se lee...

Señales especiales:
a veces casi siempre,
con ganas de llorar...
(NM)


Digitaba sin parar cruces y números, hasta que un recuerdo fresco de poema me obligó a detenerme con un salto.

Comentaba este poema con Daniel, que por supuesto comprendía que se lo compartía en calidad autoreferente. Me miró con ojos de enternecimiento triste. Le conté que Carlos dijo una vez que los textos de Nora Méndez de alguna forma le recordaban a mí. Y él suspiró un abrazo. Yo le dije que no es nada malo, es simplemente que así vivo conmovida, y lloro todo el tiempo, no con ligereza, todo lo contrario, con lágrimas cargadísimas de menjurjes de emociones. Él me dijo: sí, tenés tus sentimientos a flor de piel. Y luego, sabiamente, se corrigió: tenés tus sentimientos a flor.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Dicen que mi abuela era florista. Era una hacedora-de-flores. Las hacía de todos tamaños y colores, con una dedicación que, según cuenta mi madre, le gastaba las pestañas por las noches que se alargaban eternamente entre las luces amarillas y el olor añejo de la casa. Dicen que el suelo quedaba cubierto de basuritas, pequeños trocitos de tela y alambre, cuasi-flores deshojadas adornando el piso de madera. Dicen que tenía una delicadeza única, como si sus manos hubiesen nacido para moldear flores: la tela que paseaba por sus dedos se tornaba en pétalo, en botón, retoño, tallo, flor, en flor.

A veces, a pesar de mi contundente escepticismo en materia de herencias y de genes, pienso que algo ha de haberme impregnado esa mujer con nombre de grito. Pues bien, si el amor no se hereda, quizás se regala en generaciones alternas. Y así yo, nieta de florista, me encuentro la vida entera coleccionando flores que caen en mi camino. Como no tengo la magia ni la habilidad de mi abuela, yo apenas las contemplo, las archivo, procuro conservarlas cerca de mi piel. Cargo cien fotos, a falta de imágenes en mi cabeza; guardo cadáveres en mi cuaderno, que con los meses van cambiando sus vestidos de colores. Las junto todas, las traigo a casa, les escribo un verso. Las amo, como amo pocas cosas en la vida.

Pienso que la vieja y yo hubiésemos tenido largas horas compartidas. Yo le contaría de mis paseos cotidianos en busca de sorpresas por las calles de los barrios, y le mostraría las fotografías con que intento colarlas del olvido. Ella movería sus dedos que yo observaría aturdida, y al cabo de unas horas me regalaría un ramo de recuerdos, más potente que mis fotos, mas voluble que mis versos.

Si de alguien heredé mi profunda fijación floral tiene que haber sido de ella. Es una lástima no haberla conocido nunca, porque probablemente hubiera heredado también su oficio. Pero como no la conocí no aprendí nunca a darle vida a las flores. Aprendí a darles muerte, a escribir sus obituarios mientras velo sus cuerpos. Si mi abuela era partera de flores, yo soy su sepultera. Ella, Socorro de la flores, mujer de manos duras, de soledades floreadas, de engendros coloridos; yo, su nieta, muchacha de nostalgias, de hidroponía perdida, de recuerdos sin forma, dueña de un cementerio de flores con tumbas ausentes que velan entre las páginas los colores tersos y desvanecientes, agónicos.

martes, 9 de diciembre de 2008

lo que el virus no se llevó

Yo sé, sé que se lo prometimos a esa noche, pero tenía que volver a ese lugar. Ya sabrá usted, esa nostalgia que me invadió desde la mañana del sábado, al despertar con el cadáver de ilusión en la maceta, no podía bajármela con nada. No sirvieron mis conjuros para adelantar el anochecer y tuve que irme a secas, así, con el sol tierno de las ocho treinta. Al llegar, la esquina me pareció demasiado arriba, la cuesta donde esa noche Clandestino Miguel escuchaba la hora de los novios en su descapotable rojo, era apenas una leve inclinación de los humores. El parque era amarillo. ¡Amarillo! Y quizás algo naranja, pero nada azul, nada negro, nada gris. Yo sé que prometí nunca verlo de día y sé también que mi egoísmo inspira esta descripción equívoca e innecesaria, pero vea usted, yo creo que todo esto de nada importa (o quizás más bien de mucho, claro, porque duele en las nalgas que hace dos días sentaron ese parque). Pasa lo siguiente: aquel parque no estaba ahí. Era otro, tenía flores muy bonitas, y luz, y otros espacios, pero no había rincones, ni viento frío, ni historias desperdigadas entre las sombras. Quizás somos cadenas de tristes profecías, y como me dijo alguien esta mañana justo antes de salir: puede que nos haya pasado como a aquel pobre cronopio, el mundo se nos corrió de pronto, y ahora ¿cómo volvemos a encontrarnos?

lunes, 8 de diciembre de 2008

Cómo alimento a mi virus

Me lo contagió hace unas semanas la estúpida con labios de llanta y juanetes por pies. Comenzó a joderme lento los accesos, gran estratega de guerra este cabrón, fue cerrándome puertas, volándome los puentes, cortándome los cables que quedaban, los que aún me sostenían. Gran estratega de guerra este cabrón, no quiso borrarme la memoria ni arrancarme recuerdo alguno, lo dejó todo aquí para que yo siga intentando conectarme con las voces conocidas, esas que sé muy bien que están al otro lado. Me frustran los contornos al no poder alcanzarlas.

Hoy logré burlar su ayuno de palabras, y me escapé a otra terminal desconocida, donde encuentro un vacío que me desalienta. Pero no importa. Yo también tengo mis tácticas de defensa, y ahora engaño al infeliz que cree que aún me custodia. Desconecté el cable que comunica el puerto con el mundo, pero el imbécil no se ha dado cuenta. Él sigue enviándole reportes a sus superiores, reportes que nunca llegan, como no llegan mis mensajes. Se come esta nada que es engaño, se come su incomunicación sordomuda. Yo lo alimento con las mentiras que él desecha. Ninguno tiene ahora sus cables. ¡Que se joda! Este hijueputa aprenderá a ayunar comiendo de la misma mierda que yo como.

domingo, 7 de diciembre de 2008

. . . . . . . . . .

No llaman a la puerta los errores, no llaman los fantasmas, ni los compas, no llama nadie. Silencio que escandaliza el viento. Cambiaría este sol por llovizna gris si me lo ofreciera el viejo que carga una bolsa de mi tamaño sobre su espalda. No suenan los teléfonos vacíos. No hay rostros circulando las calles que arroja esta ventana. No hay palabras de recuerdo o de memoria, no hay mensajes que me haya dejado el guaro, no hay ruido, no hay personas, no hay nada.

dolor de cabeza

Yo [me] despierto estancada, como soñé en ese lago, un lago lleno de cocodrilos en medio de una montaña, desde donde podía ver el mar, y sol que se acostaba en la esquina de la izquierda, dejada a la libre por varios árboles extraños, como aquel. Quizás una de las mejores vistas que he conocido en mis sueños. Pero estaba dolorosamente profanada, maldita. Alguien había llenado ese estanque con cocodrilos, alguien nos había llevado ahí para hacernos trabajar y dormir en el avión que con dificultades había logrado aterrizar sobre ese lago. Una ciudad de cautivos, una tierra donde no pasa el tiempo, donde encontré mis enemigas de la adolescencia, las que con más fuerza me mataron, y el tiempo no corría, y yo no me rebelaba, no hacía revolución ni organizaba motines. Solamente buscaba calladita la forma más tersa de sobrevivir, y encontraba corazones abiertos en los adolescentes que nos rodeaban, a quienes les fui agarrando cariño, a falta absoluta de mis gentes, a falta absoluta de amigos.
Yo despierto en mi habitación llena de montañas, que no son verdes ni hermosas, ni albergan estanques corruptos, ni esconden el sol, ni la playa. Montañas de papeles con números ajenos, montañas de cajas que anticipan la locura momentánea. Despierto con el mismo dolor de cabeza que anoche cargué hasta un parquecillo mágico, donde confluían las historias y el cine proyectaba lo desviado que puede ser nuestro destino. Me duele la cabeza y augura temporadas sinusitosas. Yo sigo en estancada sin estanque. Quizá ya sea tiempo de aprender otro idioma.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Contra-aventuras en Chococaneiro-tico

Yo no sé por qué me emocionaba tanto la idea de ir a hacer un trámite al Registro, el más pulpo de todos los pulpos de la burocracia. Bueno, no es cierto, sí lo sé. En el fondo yo esperaba adentrarme en otro Chococaneiro. Ah, ustedes se preguntarán: ¡¿pero quién putas quiere revivir, reencarnar, o siquiera recordar Chococaneiro?! Pues yo, sí, porque verán, no hay San Salvador sin Chococaneiro, y no se llega a Chiapas sin San Salvador. Es todo parte de una cadena inquebrantable, y yo con esta nostalgia sedienta no podía resistir la tentación de tomarme un trago de amargo Chococaneiro en medio de un bullicio en San José.

Entonces me levanté temprano (pero no demasiado, para poder agarrar un poco del embotellamiento matutino en los mostradores del absurdo). Y mientras me alistaba canturreaba como una chiquita y fantaseaba: ojalá, ojalá, le ruego a los nuéganos de Santa Lucía que me aparezca un viejo con cara de malo y barba de Bin Laden, y un jonvenzuelo con boina, y un muchacho con pañuelo en el cuello, y otro moreno con el pelo largo y una negra barba de felino. Por favor, que me pase todo esto, y que las colas sean largas y yo tenga que aguantarme, y comience a darme hambre pero no haya nada cerca para darle de mascar a mis ansiedades.

Ah, pero no crean que fue cosa del momento, yo me preparé desde el día anterior. No dormí prácticamente nada esa noche, para intentar recrear la trasnochada original, y me llevé puesta la ropa sucia del día antes, para inducir esa desesperación ardiente por una ducha. No llevé el teléfono, para sentirme incomunicada, y por pura vanidad me eché el pasaporte en el bolsillo, como queriendo terminar de peinar mis memorias. Bah, si pudiera hubiera ido de noche, y hubiera dormido 30 minutos en el planché más iluminado que encontrara.

Y así llegué, esperando mi Chococaneiro tico, esperando una invocación sagrada que me trasladara en el tiempo, de vuelta al futuro, a ese pueblo fantasma de hace poquito más de dos semanas. El clima no era el que yo hubiera esperado, no hacía calor ni bochorno incómodo, más bien caía una llovizna fresca, pero no importaba, Chococaneiro me esperaba adentro.

Llegué al banco, el primero de mis retenes. Hice un gran esfuerzo por obviar la fría arquitectura y el típico aire acondicionado despachante que me esperaba ahí. En su lugar, traté de imaginar una casita sucia y oscura como las de Chococaneiro, con sus paredes que en azul y blanco gritaban la horrible colonización de la telefonía privada. En la cara de la cajera puse un ceño gruñón y muy corrupto, y con aires de intrépida viajera me atreví a plantearle, cual experta en sobornos fronterizos: ¿qué precio tienen los derechos? Su reacción fue bastante decepcionante. Yo esperaba un pulso de chorizo, iba dispuesta a pelear, me había preparado para el regateo. Pero no. En su lugar, ella muy ecuánime y amable, con una frialdad diplomática que sólo da la rígida burocracia, me dijo: “serían dos mil doscientos cincuenta, por favor.”

Yo debí haber imaginado que eso era un augurio de lo que venía, debí haber previsto que su despedida de “muchas gracias” era signo de una lamentablemente buena mañana. Pero no quise hacer caso. Seguí mi camino hacia el siguiente retén y me encontré con múltiples puestos de información. Me atendió una muchacha guapa que me indicó amablemente la simpleza de mi dirección. Llegué al lugar y quede totalmente desconcertada. La mesa con los sellos totalmente vacía, las ventanillas para la entrega de documentos por primera, por segunda vez, todo estaba vacío. ¿Qué pasa? ¿Dónde están las filas que me prometieron? ¿Dónde están los usuarios furiosos con los que tenía que pelear por un sello? Pensé que me había equivocado de sitio, esas no podían ser mis ventanillas, así que me devolví y pregunté, esta vez en otro puesto de información, adónde debía hacer mi trámite. Pero no hubo sorpresa, ese era el lugar. Caminé muy lento, como esperando a que llegaran las bandadas de tramitadores furiosos, pero nunca llegaron. Miré con frustración pausada las líneas en el suelo que indicaban los caminos que debían seguir las filas, esos caminos vacíos, que hoy eran apenas dibujos feos en el piso. Y me acerqué. Esperé que me pusieran al menos alguna traba, que me dijeran que faltaba un sello, un papel, una grapa, pero nada. Nada. Todo concurrió fluidamente entre caras con sonrisas que decían: muchas gracias.

Lo cierto es que no duré ni media hora. Mientras salía del edificio iba pateando el piso, y maldiciendo el chiste de burocracia esta mañana. Tuve ganas de hacer un gran berrinche, insultar a un policía o escupirle el zapato, a ver si acaso así me mandaban a un verdadero Chococaneiro que le hiciera honor a su nombre. Pero, ya lo imaginarán ustedes, no encontré ningún uniformado contra quién ensañarme.

Por fin salí y ya ni siquiera llovía, y los ojos se me llenaron todos de gotitas. ¡Qué gran estafa había sido esta mañana! Salía del Chococaneiro tico, más entera e ilesa de lo que me gustaría, y El Salvador estaba aún a dos países y medio de distancia. En menos de una hora estaba de vuelta en mi casa, y cuando entré, mi madre sorprendida pues le había anunciado que me iba a tomar la mañana en el Registro, me preguntó: “diay, ¿cómo te fue?”. Yo, todavía con los ojos llenos de gotitas le contesté: “lamentablemente bien”.

lunes, 24 de noviembre de 2008

10 días

Puede la vida erguirse en 10 días. Sí, puede. Puede cobrar sus formas de apurado parto hirviendo, con sus gargantas gritando en el idioma del pueblo, con sus buses y sus guaguas de colores que transportan ángeles de los infiernos, obreros y campesinas que ejecutan el rojísimo palpitar de América Latina. Puede amanecer el frío del aquel contacto primero con el mundo, y al quinto día surgir el alarido intenso que dan los recién nacidos cuando abren sus ojitos en plena adolescencia. Y el maquinar rabioso que bombea sangre y emociones, que corta los oxígenos de tajo y divide lo soñado de lo muerto, puede esto también explotar en 10 días, extender sus dominios, tomarse como riendas los cabellos. Puede el calor sudar las carnes apenas nacidas, puede sacarles mortíferas semanas de entre los poros, y gotearlas por las pieles erizadas hasta tocar los suelos secos de tanto parir flores de ensueño. Y luego este calor se interioriza, y se carga con dulzura cual parásito simbiótico. Las nubes, las lloviznas, los vientos que congelan las narices, todo empedrado en el tiempo, en los 10 días de vida-en-vida, que culminan con tibieza de agonía. Puede la vida entera erguirse en 10 días. Y si me tocara reescribir el génesis, diría que dios comenzó el mundo el día 11 de noviembre.

domingo, 23 de noviembre de 2008

dicen que hace frío en san josé

Los fríos nos envuelven en las calles josefinas, como si la ciudad, mirándonos las caras de nostalgia, tuviese un arrebato de lástima y quisiese, solidaria, hacernos el trasbordo un poco menos abrupto. El viento, que no huele a nuéganos ni a café instantáneo, procede a introducirnos a los ruidos cotidianos, a los carros atravesados en las calles, y a los paragua de repuesto que hace rato queríamos abrir. El frío nos amortigua las lágrimas postergadas, las sonrisas-recuerdos, las manos que no tiemblan ya. Y esta lluvia que es llovizna, que cae pero no moja, como si quisiera reconstruirnos ese helado domingo cuando tiritábamos a un mismo ritmo, cuando el frío era verdadero. A fin de cuentas agradezco este intento de consuelo, aunque no sirva de mucho, quizás de nada. Caemos más suavemente en este frío entibiado, caemos más suave en cuenta de que el viaje ya se nos fue de las manos.

sábado, 22 de noviembre de 2008

desayuno

Hoy tomé chocolate mexicano, para ver si me apacigua las nostalgias. Lo preparé con detenimiento oscuro, como queriendo reproducir cada uno de los olores que hoy me faltan. Seguí las instrucciones, calenté la leche, disolví los dos trozos, me serví una taza. Me senté con frío en la silla cotidiana y observé ese líquido con nitidez impecable. Acerqué mi cara para que me golpeara su aroma, para que me entrara el humo en los ojos, y me trasportara a ese comedor amarillo en San Cristóbal, o mejor aún, a la tienda-comedor tapizada de ilusiones en Oventik. Me acerqué tanto, con una devoción casi desesperante, que pensé que iba a quemarme las mejillas, o al menos las pestañas. Pero no sucedió. No funciona de esa forma. Creo que ni aunque me lo hubiera echado todo encima, ni siquiera un baño de chocolate mexicano podría realmente retornarme a esas caricias de gélidos céfiros. Este frío que me invade duele más que el chiapaneca, porque lo llevo por dentro en la ausencia de esas gentes y sus telas coloridas. No apacigua mis nostalgias el chocolate caliente, ni escalda mis lagunas, mis conchas vacías de caracoles. Pero al menos logra entibiecer mis dudas, y sostiene incubados mis recuerdos. Es el dulce dolor de lo vivido, la entera agonía de recobrarlo, la escalera sin peldaños que emprendemos para volver a esos palpitares místicos, la sonrisa que espera suspendida en el otoño, cuando sean de colores nuestras casas.

viernes, 21 de noviembre de 2008

vivir para vivirla

amigos y compañeros,
y demás hidropónicos del mundo


Yo quisiera poder escribirlo todo, no sólo para recordarlo y encadenarlo a mis bastones, sino también para compartirlo. Quisiera describir esas tierras fríascalientes, ese oxímoron de suelos donde encontró vida mi hidroponía. Quisiera hablar de Oventik, del arcoíris más rebelde que jamás conocí, de las paredes valientes que con ternura nos contaron su historia, del desvirgue de otoño que me llevó hasta ahí. Quisiera describir el olor exacto que nos recibió en esa oficina, donde tres generaciones difuminaban las coberturas de sus rostros, y nos mostraban sus audacias, su intrepidez humilde. Yo quisiera contarles de esos ojos de mujer rebelde, de esa mirada encapuchada que buceó en mis adentros, hasta encontrar vestigios y huellas contundentes de un alma que siempre pensé que me faltaba.

Yo quisiera hablar de las calles de piedra en San Cristóbal, con sus aceras absurdamente angostas y su cañón colorido, repleto de puertas abiertas. De sus gentes tan amables y queribles, con salpique de sonrisas, con calor en sus gargantas. Y hablar de las flores que no tengo en mi casa, y de las hojitas secas que con frecuencia me siguieron hasta la puerta de mi habitación. Narrarles ese encuentro en esquina de farmacia, esa explosión de sorpresa más dulce que un té en Oventik: escucharla, voltearme, y toparme a la belleza hecha mujer llamando mi nombre.

Yo quisiera hablarles de sentidos y sensaciones, de las decenas de tacos que comimos, y el ardor que deja en la boca la salsa verde cuando se está vivo. Del tierno desayuno que inició nuestras mañanas con una bocanada de humo en los ojos. Del frío incomprensible que sólo pude combatir en brazos de mi compañero. De ese amanecer que nos llevó hasta Chiapas. De este escalofrío sin nombre que ahora cargo ausente mientras emprendemos el más doloroso de los regresos.

Yo quisiera, de verdad, poder compartirles todo, y enseñarles las piedritas blancas que llevo en mis bolsillos, las sonrisas-lágrimas que llovieron, esas horas-vida que respiramos allí, las más de cuatrocientas fotos, la flor de Oventik que guardo en mi cuaderno.

Pero nada, no, no será suficiente. Se me gastan las palabras y entre cada letra que dibujo se desborda la emoción de esta aventura. Yo no puedo contarlo para ustedes. Tenemos que vivirlo. Tenemos que vivir.

Crear dos, tres, muchos Chiapas

miércoles, 5 de noviembre de 2008

domingo, 2 de noviembre de 2008

Una rosa no es un ramo

sabia chihiro

Por supuesto que una rosa no es un ramo, así como un dedo no es la mano, ni un dedo es caricia abierta recorriendo turbias oleadas. Como un tropiezo entre labios no se traduce en beso, y las esquinas mojadas de un pantalón no siempre vienen de un aguacero. La rosa que se queda sola no tiene golondrinas en su pecho, pero igual es hermosa, muerta y fresca, pero hermosa. Es una rosa sola que entibia al viento sin quemarlo. Una rosa que no es ramo y el ramo nunca se completa. Y se pasan los días sin llegar a vida, con versos perdidos que no forman poemas. Las manos ausentes reclaman callecitas de tierra, huellas con mensajes tiernos, alientos, ojitos, sonrisas. Las palabras no se convierten en recuerdos. Una rosa no será nunca un ramo

viernes, 31 de octubre de 2008

Yo no tengo un infierno que ofrecerle

Alguna vez soñé que se abrían las puertas del infierno que nos diseñó Rodin, y salían los millares de besos que escupen sus fuegos valientes. Tal vez no fue sueño. Tal vez sólo una leyenda que contaron los recuerdos, una conversación interrumpida por espacios distintos. De pronto tanta paradoja junta y encrucijadas ficticias que sólo tienen un camino: el de siempre, el que hemos recorrido. Y si soñar abre puertas de infernos y resucita a las muchachas tristes que alguna vez nos hicieron reír, soñar puede llevarnos al absurdo, al reclamo inconsistente de un quizás nunca erguido. Nos atrevemos a lanzar reclamos que con insolencia retumban, y el color de la memoria es incandescente vivo. Despertamos y lloramos lágrimas de vigilia que congelan, que enfrían las osadías de sueños y arrebatan la locura hecha cuerpo que habíamos intentado fumar. Aún nos quedan los embrujos, el palpitar taquicárdico que cargaremos por siempre, el insomnio de la ausencia, las gotas de sudor donde antes nunca existieron. Y entonces respiramos profundo como los machos, pretendiendo valentía dentro de esta comodidad tan cobarde. No existen otros caminos. Nadie nos ha invitado a recorrerlos. Las puertas del infierno están hechas de bronce.

Cuando estemos de nuevo con nosotros

Algún día, quizás, no lo sé. Cuando la soledad haga las paces con nuestros silencios, y la hora de la ducha no sea un psicoanálisis de espejo. Cuando el futuro nos alcance y nos corte de un tajo, cuando la noche caiga y sean las 2 de la madrugada. Cuando yo no escriba más cartas sin destino, cuando viajemos en el tiempo, cuando dejemos caer nuestras angustias. Yo estaré cabizbaja, como diría un chusmilla, y esperaré noticias cuando el reloj dé las siete. El sillón que compré ayer será nuestro sillón. La casa dormirá vacía, y ya no nos separarán las calles de San José, sino los Pirineos. Diremos nuestros nombres al recorrer callejones oscuros, y reiremos los chistes que 10 años atrás no hicieron ninguna gracia. Te buscaré en las sombras, te perderé todo el tiempo, y lloraré las horas que faltan para que llegue tu tren a mi ciudad. Me dormiré en la estación para evitar las nauseas, mientras algún extranjero perdido da mil vueltas alrededor de mi banca sin llegar a ningún lugar. Cuando estemos de nuevo con nosotros, si es que estamos, las geografías del mundo nos abrirán llagas profundas, sin matarnos.

jueves, 23 de octubre de 2008

volvín

volvió Mali con los ojos repletos y las manos exhaustas, cansadísimas de tantos días si tocar pieles morenas. volvió Mali con una seca semanífica, con cargamentos mágicos añejos que se vuelve inexorable gastar. volvió Mali con la voz ronqueta y los senos paranasales saturados de mocos, con la saliva efervescente, cual espuma de mar, con las teclas gastadas y las mildoscientastantas páginas digeridas. volvió Mali con su zaaa! y su hidroponía, con los paroxismos de siempre, y el olor de gato-negro ausente, y las cartas todavía pendientes, y las muchas-muchísimas-ganas de salir corriendo en bloque por las calles y los barrios hasta llegar a cualquier lugar. volvió Mali con más rumbo que camino, con más ganas que esperanza, con la vida hecha nuditos por cada pedacito del pelo. volvió para encontrarse con chusmillas chichosos y con chichas chicheras, con la muertes cotidianas que saben mejor con un plato de papas. volvió con volvín galego. volvió, volvió! Mali volvió con todo, con menos de lo que tenía, con más de lo que antes tuvo. volvió este heterónimo nuestro que guardamos en la voz. volvió hambrienta y furiosa. volvió, finalmente volvió.

martes, 7 de octubre de 2008

qué mierda cuando no queda tiempo ni para escribir que es en mi caso igual que pensar y entonces no queda más que llorar y reír y leer 40 páginas de foucault al día todo con la mente en blanco absolutoblanco que recibe y siente y siente pero no procesa nada ni sabe de dónde vienen sus dolencias como un perro emborrachado que no es lo mismo que borracho porque el primero es consecuencia pasiva y el último acción volitiva y yo sigo sin un mísero segundo para sentarme a pensar y a escribir y a entender los enredos que sienten mis carnes mis ojos y mis cachetes que palpitan como viejillas deformadas por hincarse desde hace más de 8 décadas en las bancas de una iglesia sigo sin sentirme yo ni escribirme que es lo mismo y entonces no tengo tiempo para nada que sea mío ni para mí ni mis sentires ni mis lágrimas ni pensamientos solamente soy máquina que respira y lee a foucault y a un tal bauman y busca desesperadamente una forma inexistente de darle algo de validez a su estúpido y añejo proyecto de tesis

martes, 30 de septiembre de 2008

de tristezas y valentías

A mis amigas, y en especial a Dani, la más valiente esta noche

A veces nuestras tristezas se nos revuelcan de golpe y se desbordan de este vaso hecho de carne que procura contenerlas. A veces se nos revuelcan cuando topamos de golpe con el dolor aún más intenso que sienten nuestras gentes. Y lloramos, todos y todas al mismo tiempo, y pareciera que la tierra va explotarse de tanto aullido perdido, y que se inundarán las calles con nuestros llantos doblemente salados, se perderán las lunas y soles, y todo, todo; desaparecerán los objetos y las casas, y las calles, y quedaran solamente nuestro cuerpos llorones derramando sus ausencias, sus colores desteñidos, sus alientos gastados e insípidos. Ay, ay, cómo duele este doler colectivo donde se mezclan nuestras culpas, nuestros descuidos y audacias, donde compartimos lágrimas y odio hacia el mismo hijueputa, donde nuestras historias, todas distintas, todas oscuras, confluyen para crearnos esta solidaridad rendida, este color que nos empareja en un ardor simultáneo que viene de la misma cepa pero no es nunca el mismo adentro de cada cuerpo. Valentía tiene la más herida, la que carga con el curso más severo de las injusticias, y el resto lloramos desconsoladamente, sin reparo, gemimos este goteo interminable de espinas y entregamos al vacío nuestras horas sin ninguna resistencia. ¡Qué nos lleve la muerte o la vida, cualquiera, que nos lleve y nos pierda entre sus esquinas! Gritamos con cobardía ante la desgraciada impotencia y queremos salir corriendo y despellejar al mundo en un acto de arcaica desesperación. No aguantamos, dolemos, agonizamos, y sufrimos como nuestra la herida de nuestra amiga. Fracasamos en este intento de coraje, naufragamos vergonzosamente donde debíamos anclarnos. No servimos hoy para un carajo, te quedamos mal, ¡qué desgracia! Quisiera yo ofrecerte mis bastones, mis manos que son pequeñas, mi sonrisa y mis bromas. Pero hoy sólo tengo este galón de llanto que se escurre por mi cara y se escapa de mis dedos goteando. Mis lágrimas y mis tristezas hoy se juntan con las nuestras, y con la tuya sobre todo, que nos parte en dos el pecho, que nos desgarra la adolescencia, y nos duele, de verdad, como duelen los corredores vacíos cuando alguien los recuerda.

lunes, 29 de septiembre de 2008

di[a]funto

Para Carlos que me ayudó a entenderlo, y para todo aquel que hoy también se sienta embaucado por la vida.

Carlos dice que este día nació muerto y yo creo que es una buena explicación. Es un día ya caducado, gastado y lullido, que intentamos recorrer porque nos toca. Es por esto que anocheció desde las 2 de la tarde, y que no para de llover materia exótica. Es por esto que a las 6 nos envuelve la penumbra hecha desvelo, y parece que fueran las 11 en una noche de lunes sin bastones.

Yo siento un cosquilleo incómodo adentro de mi cabeza, y si no cargara con esta maldita deformación profesional afirmaría que me hormiguea el cerebro. Y también siento otro cosquilleo distinto, menos incómodo, que casi culmina en placentero, pero se pierde en extraño justo antes de llegar. Es como un titilo efervescente que se ubica donde inicia mi nariz, pero del lado interno de mi cara.

Todo esto en un día que se nos torna eterno, terriblemente aburrido y lleno de horas pegajosas que parecieran durar más que las horas de una clase de colegio. Dormí toda una noche pero apenas pasaron dos horas. Dormí y soñé los sueños que se sueñan entre semana, y escuché la lluvia, e imaginé inundadas todas las calles de mi barrio. Pero desperté y seguía siendo este lunes -¡lunes temprano!-muerto y moluscoso, del que no logro escapar por más que corro en minutera maratón.

Ahora hay un olor que invade toda mi casa. No sé si viene de afuera, podría perfectamente nacer en mi nariz. Es un olor a flores, como a lirios o reina de la noche, un olor que reconozco en las pocas ocasiones en que he visitado las funerarias. Es un olor a muerte, que es siempre delicioso y siniestro. Pero Carlos lo describió mejor de lo que he podido hacerlo yo: “hay un olor a viejo, como si este día ya lo hubieran usado.”

sábado, 27 de septiembre de 2008

Poema a dos voces

El Regreso
Le Retour

El regreso es siempre doloroso.
Le retour est toujours pénible.
Unas veces más triste que otras,
Quelques fois il est plus triste,
algunas recargadas y asfixiantemente obesas,
quelques fois il est lourd, asphyxiant, obèse,
pero siempre todas punzan en los dientes.
mais chaque fois, il nous troue les dents.
¡Cómo duele este volver-hacia-mi-casa!
Il est vraiment douloureuse ce retourner-chez-moi!
con todo lo que dejo, lo que renuncio, lo que olvido.
Avec tout ce que je laisse, tout à quoi je renonce, que j'oublie.
Regresar es siempre una derrota
Retourner est toujours une défaite
que continuamos ilusamente pretendiendo ganar.
que nous continuons illusoirement à vouloir gagner.
Al volver se me escapa todo lo nuevo,
Quand on retourne, les choses nouvelles s'échappent,
todo lo otro que jamás estuvo ahí.
avec tout ce que n'était jamais là.
Se me acaban los momentos, los encuentros, los extraños;
Les moments s'échappent, les rencontres, les étrangers;
se acaban las preguntas, la soledad, los estómagos vacíos, y las copas a medias.
les questions s'achèvent, la solitude, les estomacs vides, les verres semi remplis.
Porque al volver se deshilachan los castillos,
Parce que quand on retourne, les châteaux se décousent,
se vuelve la vida historia,
la vie devient histoire,
y ya no hay vuelta atrás.
à ce moment là, il n'y a pas de renversement.
Dejamos esos mundos y esas gentes,
Nous laissons ces nœuds et ces gens,
que quizás nunca existieron;
qui peut-être n'ont jamais existé;
que talvez sólo fueron pinceladas en un lienzo,
qui peut-être ont été de petites retouches sur une toile,
letras y puntos de un libro,
lettres et points d'un livre,
o granos de arena seca en la playa.
ou les grains de sable sèchent de la plage.
Cuando partimos ya sabíamos cómo sería el regreso,
À partir du moment où nous sommes partis,
nous avons déjà su comment serait le retour,
sabíamos que no era una huida
nous avons su que cella n'était pas une fuite
sino una simple bocanada honda.
sinon tout simplement un souffle d'air.
Y volvemos a nuestras siempre-realidades
Et nous retournons à nos mêmes réalités
con la añoranza eterna de aquello que no existió.
avec l'espoir éternel d'avoir ce qui n'avait jamais existé.
Mas si pensamos en ello,
Mais si on pense à cela,
en aquellas tierras y sus gentes variadas,
à ces terres, et ces gens divers,
en sus olores y sus huellas,
à ces odeurs, à ces traces,
no logramos afirmar que son mejores…
nous n'arrivons pas à affirmer qu'ils sont meilleurs...
Pero no importa. Podrían incluso ser peores,
Mais ça n'a pas d'importance. Ils pourraient être encore pires,
mas son diferentes; es eso lo que deseamos.
mais ils sont différents; et c'est ça ce que nous souhaitons.
Y entonces regresar se torna espeso,
Et alors, retourner devient épais
y el viaje de vuelta es siempre tres veces más largo y caluroso.
le voyage de retour est toujours beaucoup plus large et chaleureux.
Volvemos con más huecos que recuerdos,
Nous revenons avec plus de creux que de souvenirs,
con los inevitablemente nostálgicos saludos
avec de salutations inévitablement nostalgiques
y las aplastantes despedidas que se clavan como agujas en los dedos.
et les départs déconcertants qui se clouent comme des aiguilles sur les doigts.
Volvemos aunque nunca nos fuimos,
Nous retournons malgré de être jamais parti,
y mientras atendemos los usuales reencuentros
et pendant que nous attendons les rencontres habituelles
no podemos evitar cuestionarnos si este lugar
nous ne pouvons pas éviter nous demander si ce lieu
es más una piel que un envoltorio de madera.
ne cesse pas d'être une peau pour devenir une enveloppe de bois.
Volvemos a la cama por la noche,
On arrive au lit la nuit,
con el mismo olor a sábana con que la dejamos;
avec la même odeur du couvre-lit que nous avions laissé;
ponemos la cabeza en la almohada,
Nous appuyons la tête sur l'oreiller,
que con el uso de los años tiene ya su forma,
qui garde notre figure avec le passage des années,
y dormimos.
et nous dormons.
En nuestros sueños estamos solos,
Dans nos rêves, nous sommes tous seuls,
y visitamos los no-lugares que añoramos.
et nous visitons les non-lieux, que nous souhaitons.
Pero siempre a las 7 el despertador
Mais le réveil sonne toujours à 7 heures
y de golpe volver, como todos los días.
d'un coup, comme tous les jours.
Siempre. Siempre nos duele volver…
Toujours. Il est toujours triste de retourner...
aunque queramos o no hacerlo.
Bien que nous ne voulions pas le faire.
MFP (2007)
DFF (2008)

Asunto de vida o muerte

Si alguien conoce esta calle, le ruego me dé su dirección.

jueves, 25 de septiembre de 2008

¡Qué mierda con esta escasez de asidero!

Carlos, no escribí el sueño. En su lugar, intenté desesperadamente perder el tiempo. Se lo sigo debiendo, prometo tenerlo pronto. Por supuesto que no es excusa, pero aquí le dejo la explicación.

A veces quisiera yo ser un hombre robusto y alerta, para poder romperle la cara al imbécil que no para de contar chistes homofóbicos al otro lado de la mesa.

Yo salí esperando trastocar cerrojos, perder mi tiempo un rato (que es siempre mi especialidad), dejar los platos sucios, respirar. Salí buscando un refugio o exilio o aunque sea un grupo de amigos tomando cerveza en un bar. Pero lo único que encontré fueron caras de extraños tiesos, conversaciones acrónicas, pedacitos de lóbulos frontales en un rompecabezas al que le faltan mil piezas. Yo, sin ser hombre robusto, quizás debí haber iniciado una pelea, a ver si los golpes ponen al día al cuerpo que hace unos días se me descordinó. Quizás, pero no lo hice y en cambio sólo escuché, y me rosaron las risas mientras mi mirada buscaba voluntariamente perderse. Y yo que dolía y dolía, y trataba de tragar mis propias lágrimas que no acabaron envueltas. ¡qué dolor en la panza la adolescencia entera puesta en escena sobre una mesa de bar! Qué terriblemente espeluznante, qué volumen, qué indignación. Si pudiera le rompería la cara a cualquiera, definitivamente a cualquiera, pero sobre todo a ese pelele al otro lado de la mesa, que cambió sus lágrimas por seguridad.

Y yo que unos minutos después exclamaría: “¡Qué mierda con esta escasez de asidero!”, volvía con el sueño y el dolor entre las cejas, volvía hacia mi casa pensando los espacios tan ínfimamente reducidos en los que puedo sentarme un rato en el suelo (y no precisamente debido a la falta de banco). Y entonces, justo cuando ya por fin me acercaba a la soledad de mi cama, algún DJ melancólico con humor tan negro como el de dios, me regaló la serenata radiofónica más linda y acertada que podría imaginar. No solamente me puso a Jim Morrison, sino que me puso la única pieza que podía sonar esta noche:

People are strange when you’re a stranger
Faces look ugly when you’re alone
Women seem wicked when you’re unwanted
Streets are uneven when you’re down

martes, 23 de septiembre de 2008

La pipa

La pipa de Carlos no es una pipa cualquiera. Eso nos lo dejó bien claro el viejo que se la vendió. Para empezar, no es una pipa que se venda en tiendas. ¡Ni siquiera en el Mercado Central la pudimos encontrar! Claro que el paseo valió la pena, sobre todo por la fiesta de colores, sonidos y olores que se encuentran siempre en el Mercado. Y también por las conversaciones fragmentadas que fuimos escuchando, como si se cambiaran las estaciones de las vidas transeúntes, con pasos rápidos pero suficientemente interválicos como para lograr tejer historias breves. Y bueno, además valió la pena porque fue esta cadena de acontecimientos azarosos la que nos llevó a la pipa. No podría haber sido de otra forma.

Como decía, esta pipa no es cualquier pipa. Se puede tirar al suelo y no se va a romper, ni siquiera se le hará una hendija. Claro que si está cargada, el preciado material se regará por los suelos y los pantalones (como pudimos comprobarlo) y será conveniente tener a mano un foco para poder recoger las migajas y algunas otras boronas de dudosa proveniencia que aparezcan. Esta propiedad, según el viejo, se debe a su carencia de ¿venas?-¿estrías?-¿estradas? (¿alguién puede recordarlo?) que hacen de esta pieza de bambú una estancia maciza y fortísima, capaz de soportar las conmociones a las que la someten las manos torpes de algunos de nosotros, y capaz también de acompañar a su dueño en los encuentros con la vida y con la muerte.

Mas estas no son ni la mitad de las virtudes de esta pipa. Porque este maravilloso artefacto viene además con un kleenex. ¡Sí, con un clinex! Y este no es cualquier sistema de limpieza, sino que a este viejo artesano realmente le tomó trabajo diseñar y moldear con sus manos las piezas para que calzaran, para que el clinex pudiera recorrer de cabo a rabo la nariz eventualmente congestionada. Este clinex, que desaparece constantemente, pero encuentra su camino de regreso para aparecer siempre adentro del bolso de su dueño, es además amigable y versátil, y acepta con sorprendente amabilidad e inigualable eficacia limpiar los viejos mocos de otras pipas.

Pero además esta pipa, y esto no nos lo dijo el viejo (probablemente para regalarnos la sorpresa), es una pipa multisabor. Eso sí, le advierto, si usted es vegetariano esta pipa no será de su agrado. Pues esta pipa, luego de un rato, cambia el sabor de las hierbas por bambú y el del bambú por carne. ¡¿Carne?! Sí, carne, y no bistec tieso y nervioso de soda barata en las afueras de la universidad. No, no. Carnita asada, adobada con olores y salsa inglesa, envuelta en tortilla y hasta aderezada con chimichurri. No sé si es porque tenía hambre (cosa poco frecuente en mí) pero yo realmente lo disfruté. Fue como engañar las tripas con el aire y la lengua con el humo, y el cerebro con la pipa por supuesto (no podía ser de otra forma).

Así que a pesar de las múltiples peripecias y los sucesos accidentosos que suelen ocurrirnos cuando nos juntamos, a pesar de los dedos quemados, el encendedor extinto y los fósforos rusos que nadie pudo encender, anoche le cogí cariño a esa pipa. Creo que se parece a nosotros, un poco, desorientada y ambigua, encontrada por casualidad, intentando perderse entre humo y sensaciones, resistiéndose al fuego que con necedad la busca.

sábado, 20 de septiembre de 2008

volver II

Volver... Porque extraño tus ojos y ansío tus manos que hace días no recorren mi piel. Volver porque mi perra hace huelga de hambre desde que partí, porque nadie tiene tiempo para cuidar mis plantas, porque la vida cuesta y el dinero se acaba. Volver y encontrarme este cuarto vacío que alguien, mientras no estaba, intentó tiernamente ordenar. Y encontrar calles repletas de carros, de tantas, tantísimas caras que no conozco, que jamás conoceré, en mi buzón treinta mensajes necios, en el refrigerador los mismos platos llenos que dejé. Y yo, encontrarme otra vez con casa y ciudad intravenosa, con vacío-de-vida-y-muerte, con ganas de verte a vos, aunque me duelan los párpados, aunque me pese la vida y me falten las montañas. Con ganas de verte a vos y algunos otros chusmillas, que hacen tolerables las tardes en san pedro y las noches frías y calladas en largas horas de internet.

Volver de un exilio fugaz donde el tiempo se estira y se explaya en la tierra, pero aún así no alcanza, no va a alcanzarnos nunca. y volver y encontrar silencio urbano que es más bien triste y espeso, y pensar en las palabras que hace dos días le escribía a mi viejo desde el sur, mientras él me robaba la vuelta buscándome entre botellas en un bar de la capital: "Mejor no vuelva nunca, viejo, no vale la pena. Ay viejo, quédese acá en el sur."


domingo, 14 de septiembre de 2008

La semana

Las cosas raras suceden desde hace una semana. (Ah, por supuesto que ha durado mucho más de una semana, pero a estas alturas no vamos a ponernos a mendigar el tiempo. Yo la llamo semana, quizás con el afán de que así se me pase más rápido, como si con esa palabra pudiera erguir un límite, con 6 torres hechas de letra minúscula y una muralla de espacio intravocablo que no es igual que el espacio que separa mientras une a todas las palabras. Yo me empeño en llamar a este tiempo semana, y puede que sea pura rebeldía añeja, o quizás sea más bien pura superstición. No lo sé. El punto es que esta ha sido una semana plagada, más bien plagadísima de cosas extrañas.)

Algunos sucesos varios de esta semana

con especial antidedicatoria a los científicos involucrados
en el gran colisionador de hadrones


Vamos a ver, sería imposible mencionarlo todo. Yo tuve un viernes terrible, donde se me pegó un heraldo negro al cual me cuesta demasiado trabajo distraer. Y todo fue sucediendo. No pudimos escupir nuestro reclamo en los muros del colegio de psicólogos. El gobierno mexicano con sus normas estrictas nos va arrancando lentamente el porvenir. Faltan salarios, faltan empleos y posibilidades, muchos, bastantes dólares, y kilómetros de kilómetros para llegar allá. Luego una borrachera insolente que culmina en robo y resaca, y yo sin un solo cinco para comprarme un fresco debajo de aquel sol. La distancia que en cariño es más larga que en la tierra. Y en la noche blasfemia y más blasfemia, y cae el peso de ese gordo que debe ser dios, arrancándole a una distante pero en fin querida desgraciada: el bulto, el celular, la computadora, y la dinámica familiar. Y al día siguiente sobra una pastilla, y los moteles se rebasan de asalariados en día de pago, que alardean sus sueldos, sus portones abiertos, sus carros con rápido arrancador. Interrupción de domingo con desayuno tranquilo, con montañas silentes, fotos, besos, contracciones y cosquillas. Pero en la noche volver al hastío de mi desorden, y leer la amenaza de un final repentino y desgarradoramente mortal. Y ese final que logro apenas esquivar rebota y cae sobre ellos, sobre ella, que solamente quería querer. En Guápiles nos pasó encima un tornado, un tornado de a de veras, como los que se ven en la tele. Y se fue la luz, y se nos metió el agua. Al día siguiente conversación con imposible retorno, y apagón inducido que me toma por sorpresa, como todos los otros. Un día después un viejo desempleado que alucina insiste en recalcarme que me ha crecido la boca y que mis ojos se hicieron pequeños, brillantes. Y unos días después ritual que nos sostiene, humo que es mejor que oxígeno, papas, cervezas, patacones.

Y como ya me duelen los sesos de tanta cronología, voy a escupir lo que queda a como salga y a como caiga: Gata, madre de cuatro, atropeyada con pata quebrada, y la otra, madre de tres, muere con la tripa retorcida por culpa de la estética hormigada de algún viejo burgués y cabrón. Aparece una nube-arcoíris en cielo, preciosa pero escalofriante, completamente artificial. Los carros se atraviesan por las calles, se mueren las personas como en juego de dominó, bolsitas psicodélicas desaparecen en segundos, igual que las llaves maya que luego encontramos entre los calzoncillos de mi hermano. Y Esteban dice que en el registro de vehículos en Costa Rica se puede averiguar sobre buques. ¡Buques! Y hoy ya es domingo (pero eso poco importa), y el desayuno de hoy funcionó como masaje de espalda otra vez (por dicha). Carlos viene de Boruca, y puede que traiga chichas (de la buena y de la mala), y quizás mañana podamos realizar otro ritual. Y esto, todo esto, esta semana, sucede mientras un grupo de hijueputas acelera partículas en la máquina más grande jamás construida, allá bajo las fronteras francoparlantes. Dicen que podrían acabar con todo, con todos nosotros, y que nos tomaría no más de 3 segundos desaparecer. Yo no le creo a nadie pero los culpo de todo, de absolutamente todo lo que está sucediendo. Y con las fuerzas que me quedan tras esta semana de mierda les grito con mi teclado: ¡Me cago en el gran colisionador de hadrones, en el bolsón de Higgs y en la partícula de dios!

Mis compañías de esta semana

con dedicatoria especial para 5 desgraciad@s,
ya sabrán ustedes quienes son


No sé cómo la vida reúne en una semana como esta a tantas personas como nosotras, nosotros. No sé cómo revuelca un bolsón de desorientados (cuya energía negativa, les aseguro, triplica la del afamado bolsón de Higgs), y enreda nuestras derivas una y otra vez hacia el mismo punto de naufragio. No lo entiendo, como tampoco comprendo nuestro necio empeño en separarnos. Ha de ser otro de esos misterios de la vida, como el mágico funcionamiento del VHS, o la brujería que hace mi carro cuando escucha Super Radio.

Pero a ver, intentemos ubicarlo: Nos juntaron las luchas, las ganas de escaparnos a tierras valientes en noviembre, el odio compartido hacia algunos personajes (en espacial un tipejo con la quijada gigante), internet, los aerosoles, las cervezas, las papas, el humo blanco espeso. Nos juntaron los besos, las noches de canciones cursis en karaoke, la compañía en soledades, las lágrimas que postergamos, el odio a la psicología, la falta absoluta de rumbo, y el cariño, y el cariño. Nos juntó la vida, y sobre todo los meses, en momentos en que nada más podía atreverse a existir. Nos juntaron estas y otras situaciones, como juntan los semáforos a los peatones en las esquinas. Pero nos unió algo más que pura casualidad y hastío. Nos unió la tristeza innata que a todos nos conforma, que nos fluye en la sangre y se nos sale en estornudos, y ese dolor socialmente aprendido que impregna nuestras sonrisas. y así entonces tropezamos unos sobre los otros, y nos reconocemos las caras cuando nos tragan los agujeros negros. Todavía, de vez en cuando nos sorprende encontrarnos, chocando frente con frente en medio de un bochinche chino. Algunos aún reacios a mirarse, alérgicos al peso de las manos vacías. Otros, temerosos pero finalmente resignados, emprendemos la absurda tarea de construir encuentros. No por masoquismo, ni por necedad pandereta. No. Simplemente por cariño, y por sangre-tristeza, y porque se necesitan dos voces (y no voces cualquiera, sino voces dolientes) para reírse del chorro de infortunios y ausencias, para poder alcanzar ese arcoíris facial que pocos conocemos: ese que ocurre cuando las lágrimas brotan de entre los párpados, resbalan por los pómulos y caen sobre los labios, que mientras tanto dibujan, contra todo pronóstico, una sonrisa.

Nosotros esta semana

Vos y yo logramos esquivar petardos cósmicos. Al menos esta semana ha sido así. Claro, nos han pegado los rebotes, los fragmentos de piedra-calamidad recién explotada, que ardiendo humean la piel cuando nos tocan. Y por supuesto, cada quién por su lado ha recibido unos cuantos ganchos de la vida, y un par de patadas en las manos y en el corazón. Pero sobre todo arrastramos el cansancio a cuestas, la soledad tramposa que a veces brilla de orgullo y a veces de nostalgia, la frustración ante el futuro que aún no se nos acerca, y la incertidumbre, esa vieja glotona que quiere comérselo todo.

Pero ves, con todos los paquetes y maletas añejas, con mi tecleo rutinario y tus largas tareas, con todas las desgracias de esta semana fustigante, nos quedan algunas mañanas de domingo, y otras cuántas noches-cualquiera regadas entre los días de insomnio. Y mientras llueven protones y desgracias aladas, sacadas del mismísmo bolsón de Higgs, nosotros nos tocamos y seguimos vivos, palpitantes las carnes, entrelazados los dedos, humildes las miradas que no piden castillos, ni alfombras, ni trompetas, no piden más que un intervalo tibio y cotidiano, un intervalo cortaziano donde el joder de la vida se posterga, y espera afuera del cuarto.

Yo en esta semana

Creo que no conozco cosa más frágil que mi fe, comparable únicamente a mi cuota de esperanza acumulada en la vida. Y sin embargo me cuesta tantísimo rendirme, sobre todo en las batallas a todas luces perdidas. Claro, que en una semana como esta las fuerzas se agotan casi por completo. Y entonces a estas alturas se hace difícil concretar mi usual insolencia, y reclamar con rabia las injusticias del día. Me quedo saboreando fragmentos de grito en mi boca, fragmentos agrios y demasiado pequeños, que no lograron formarse ni siquiera en quejido, pero tampoco se disuelven y entonces se concentran espesando mi saliva. Me encuentro sentada con la mirada esquiva, sin dirigirla hacia ningún lugar específico, pero en definitiva a la espera. ¿De qué? Aún no lo sé, pero como he decidido dejar de retar a la vida (al menos por unos días), hoy estoy convencida de que vendrá más, de que esto no acaba. Confiar en la calma futura es convocar a los heraldos negros, invitarlos. Creer que todo ha pasado sería entregarse al flagelo iracundo del dios de los ateos. Yo no lo hago. No confío ni creo, pero hoy tampoco me defiendo. Me siento a esperar que lance la vida sus escupitajos, y no hago siquiera el más mínimo esfuerzo por esquivarlos. ¿Qué más da? A veces triunfa el cansancio, la cobardía, la derrota, el ácido láctico que arratona el corazón. Y entonces miramos con los ojos hinchados, y ofrecemos saludos con las manos espinadas. Respiramos hondo, muy muy hondo, e intentamos retener los aires entre las venas y la carne. Ah… Al fin terminamos soltándolo todo en medio de un suspiro que más bien parece bostezo.

Yo respiro de nuevo, cansada y mareada, respiro profundo mientras sigo sentada en este acto de esperar.

martes, 2 de septiembre de 2008

Carros atravesados por todos lados

Hay carros atravesados por las calles de Tibás, y por las calles de la vida, pareciera, al menos de las nuestras. Carros que no deberían estar ahí, o que al menos no suelen estarlo. Hay carros atravesados con sus luces apagadas, o con sus luces intermitentes color naranja, parados en media calle o en lugares extraños, como si quisieran decirnos algo. A veces pienso que son un augurio de estas muertes que nos cruzan, de los destinos fugaces y las despedidas pendientes que ya ni siquiera postergamos. Pero quizás son sólo carros que se atraviesan por los caminos, sin ningún otro propósito que atravesarse. O quizás llevan adentro gente que, como nosotros, carga a cuestas sus heridas, sus ojeras y algunas sonrisas pálidas; gentes que se han cansado de vagar por calles frías, y que han decidido pararse donde puedan, donde sea que hayan llegado. Gente que espera atravesar la noche, aunque sea ahí, en media calle, casi como deseando que sea la noche quien les atraviese. Gente que ocupa carros vacíos, algunos un poco más llenos, que se detienen sobre el camino sin intentar moverse.

Hay carros atravesados por las calles de Tibás, y en todos lados.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Es un dios cruel, este Cortázar

son mejores sus palabras que las mías:

El Futuro

Y sé muy bien que no estarás.
No estarás en la calle, en el murmullo que brota de noche
de los postes de alumbrado, ni en el gesto
de elegir el menú, ni en la sonrisa
que alivia los completos en los subtes,
ni en los libros prestados ni en el hasta mañana.

No estarás en mis sueños,
en el destino original de mis palabras,
ni en una cifra telefónica estarás
o en el color de un par de guantes o una blusa.
Me enojaré, amor mío, sin que sea por ti,
y compraré bombones pero no para ti,
me pararé en la esquina a la que no vendrás,
y diré las palabras que se dicen
y comeré las cosas que se comen
y soñaré los sueños que se sueñan
y sé muy bien que no estarás,
ni aquí adentro, la cárcel donde aún te retengo,
ni allí fuera, este río de calles y de puentes.
No estarás para nada, no serás ni recuerdo,
y cuando piense en ti pensaré un pensamiento
que oscuramente trata de acordarse de ti.
(J.C.)

jueves, 28 de agosto de 2008

No es un problema de tiempo, sino de vida

me descubrí de pronto cantando las palabras cambiadas de una estrofa que conozco perfectamente de memoria.
intenté explorar mi lapsus.
esto es lo que encontré
La vida a mí me puso en otro lado.

Esa, La Vida, viva como un dios imponente y egoísta, cargada de respuestas a preguntas jamás hechas, cínica, embustera, codiciosa, toda, toda. Vida que viviendo se nos impregna en las carnes, como un parásito asqueroso y claramente no deseado, se nos mete por las uñas, por los poros y los pelos, y rebosante de triunfo nos subyuga al acordeón del tiempo. Esa infeliz vividora, oportunista maldita con delirios de grandeza, esa es la que con antojadiza soberbia me puso, a mí, en otro lado.

A mí. A mí que con las sombras camino desde hace meses, quizás años, que ante el espejo reflejo silueta de nebulosa, cara sin rostro fijo, cuerpo blanco-de-muerto. A mí que yo cadáver, que yo muerto en vida, dicen; a mí que soy apenas cobertura, comedor y transporte del mencionado parásito.

Me puso con sus garras porque puede hacerlo. Me agarró del cabello, que a veces por las mañanas es greña o pastizal, y cual si fuera yo un adorno de escritorio, o un puñado de papeles con registros de colores, me acomodó donde quiso o donde le quedó más fácil. Y lo hizo porque puede y porque sabe que lo puede, y con su altanera fuerza, que me enfurece tantísimo, me tiró azarosamente fuera de todo destino.

En otro lado. ¿Adónde? En un agujero tranparente. Que no es lo mismo que decir en campo vacío, en callejón solitario, ni mucho menos en agujero negro. Porque todos esos lugares conducen a algo, o por lo menos abren la posibilidad de que por pura casualidad, o por lástima forzada, alguien los cruce de repente y se encuentre con el cuerpo que los puebla. Pero en mi agujero vidrioso, en mi cañón imposible, no entra más que aire y bocanada, destellos de los pasos que alguien camina afuera, el eco de las voces, el olor de las sonrisas. Y así desde ese hoyo no es que se pueda morirse, ni que se exista solo, ni que se pierda la sombra. Sólo se vive siempre como en cárceles de aire, con barreras semipermeables que dejan pasar caricias pero filtran los futuros. Es como un hueco profundo que succiona siempre hacia abajo, pero permite ver todo, absolutamente todo, lo que se pierde al caer.

Entonces, es así. La vida a mí me puso en otro lado. O, lo que es igual, ese infeliz parásito arrogante, agarró al cadáver nublado que conformo, y lo tiró con su antojadizo poder hacia un hoyo transparente donde se pierde el mañana, pero que todo lo deja ver.

FIN

La vida a mí me puso en otro lado

me descubrí de pronto cantando las palabras cambiadas de una estrofa de canción que conozco perfectamente de memoria.
intenté explorar mi lapsus
esto es lo que encontré


La vida a mí me puso en otro lado.


Esa, La Vida, viva como un dios imponente y egoísta, cargada de respuestas a preguntas jamás hechas, cínica, embustera, codiciosa, toda, toda. Vida que viviendo se nos impregna en las carnes, como un parásito asqueroso y claramente no deseado, se nos mete por las uñas, por los poros y los pelos, y rebosante de triunfo nos subyuga al acordeón del tiempo. Esa infeliz vividora, oportunista maldita con delirios de grandeza, esa es la que con antojadiza soberbia me puso, a mí, en otro lado.

A mí. A mí que con las sombras camino desde hace meses, quizás años, que ante el espejo reflejo silueta de nebulosa, cara sin rostro fijo, cuerpo blanco-de-muerto. A mí que yo cadáver, que yo muerto en vida, dicen; a mí que soy apenas cobertura, comedor y transporte del mencionado parásito.

Me puso con sus garras porque puede hacerlo. Me agarró del cabello, que a veces por las mañanas es greña o pastizal, y cual si fuera yo un adorno de escritorio, o un puñado de papeles con registros de colores, me acomodó donde quiso o donde le quedó más fácil. Y lo hizo porque puede y porque sabe que lo puede, y con su altanera fuerza, que me enfurece tantísimo, me tiró azarosamente fuera de todo destino.

En otro lado. ¿Adónde? En un agujero tranparente. Que no es lo mismo que decir en campo vacío, en callejón solitario, ni mucho menos en agujero negro. Porque todos esos lugares conducen a algo, o por lo menos abren la posibilidad de que por pura casualidad, o por lástima forzada, alguien los cruce de repente y se encuentre con el cuerpo que los puebla. Pero en mi agujero vidrioso, en mi cañón imposible, no entra más que aire y bocanada, destellos de los pasos que alguien camina afuera, el eco de las voces, el olor de las sonrisas. Y así desde ese hoyo no es que se pueda morirse, ni que se exista sólo, ni que se pierda la sombra. Sólo se vive siempre como en cárceles de aire, con barreras semipermeables que dejan pasar caricias pero filtran los futuros. Es como un hueco profundo que succiona siempre hacia abajo, pero permite ver todo, absolutamente todo, lo que se pierde al caer.

Entonces, es así. La vida a mí me puso en otro lado. O, lo que es igual, ese infeliz parásito arrogante, agarró al cadáver nublado que conformo, y lo tiró con su antojadizo poder hacia un hoyo transparente donde se pierde el mañana, pero que todo lo deja ver.

FIN

martes, 26 de agosto de 2008

Ante el menú de muertes

A ver, seamos sinceras, cualquier opción terminaría matándonos. Podemos elegir sólo la muerte, aunque en distintas formas y en variados sabores. Por ejemplo, pudimos escoger la muerte pronta, rápida y asfixiante como explosión de árbol floreado. Sí, pudimos escogerla y suicidarnos, en medio de un desorden poli-triangular, casi romboide, donde no hubiese quedado nada más que huellas de explosiones devastadas y despilfarros de excesos de pasión.

Pudimos también haber optado por el modo soñador y masoquista, por la esperanza-en-futuro, por el optimismo cobarde que insiste en que algún día todo podría mejorar. Pudimos haberlo intentado de esta forma, que es la que yo quería, y habernos tragado las ganas, los colores, las caricias, a cambio de una miseria de momentos, quizás nunca íntimos, quizás jamás completamente nuestros. Pudimos haber escogido estos cuidados paliativos, y habernos ido muriendo de forma lenta pero suavecita, con anestesiosa amistad y artificialidad intravenosa.

Pero no. Quiso usted ser valiente y ser directa, quiso por primera vez hacer lo mejor o al menos lo debido. Yo insistí en mi berrinche y en mi llanto, en aferrarme a mi muerte electa, en pedir con tierna desesperación la artificial anestesia. Pero usted, más sólida y contundente, aunque igual cargada de desgarros y sangres lagrimosas, pudo sortear la cobardía y resistir el olor de las flores ausentes.

Entonces eligió la más dura de todas las muertes. La muerte para siempre sin futuro ni descanso, la muerte que es eterna pero no tiene cielo. La muerte de Galeano en esa nocheprimera (es decir, la muerte de mujer atravesada en la garganta). La muerte del desahucio sin anestesia ni eutanasia, sin calores rápidos ni mentiras que adormezcan. La muerte por completo, de frente y a secas. El cáncer con el nombre que se llora entero.

Y así será. Que se haga lo valiente y lo certero, que se nos venga la muerte y se pose en la mirada hacia adelante. Que muramos la muerte hasta que se muera toda, aunque nos lleve la vida, o la mitad de ésta.

Ensayo de blasfemia para ateos

Carlos, yo ni siquiera pude hacerlo en rima

En días como hoy, y noches como anoche, conviene creer en dios para poder maldecirlo. Al menos eso comentamos en nuestro cobarde chat que quiso ser una carta de suicidio, pero sólo logró convertirse en poema. Conviene creer en dios para culparlo de todo. De ese viernes atardecido en que se me pegó un heraldo negro mientras trataba de dejar ir media vida bajo las jacarandas de la universidad. Conviene poder culparlo por la estúpida rigidez del gobierno mexicano, que nos arranca de golpe la isla hacia la que remábamos en barcos hechos con madera de noviembre y clavos de futuro-a-corto-plazo. Conviene poder reclamarle por esta vida de mierda, por este mundo opresivo donde no existe asidero. Conviene pedirle que rinda cuentas por esta generación de hidroponía que somos, por habernos hecho crecer del aire y del agua, sin tierra a la que aferrarnos, sin bandera que nos defienda, sin revolución armada.


En días como hoy yo quisiera ser pancista y poder declararme acomodadizamente pandereta. Y entonces le gritaría al cielo que dios es un hijueputa, que me castiga por pecados disfrutados, por caricias dadas, por insolencia sabrosa. Podría yo tirar piedras contra las iglesias, escupir las escrituras, cagarme en los que gozan de la tierra prometida. Tendrían entonces un destino mis protestas, mis aullidos agónicos, mis desgarros de carnes, mi cáncer-con-nombre en potencia.

Si pudiera culpar a dios maldeciría su perversa existencia. Pero no puedo, porque no existe, y entonces me quedo igual que antes, estancada en la hidroponía, gritando contra el viento, tirando piedras al vacío, gastando mis puños contra enemigos ausentes, reclamándole al tiempo por darme otro día más de vida.

martes, 5 de agosto de 2008

esa carta

Escribir con los ojos rendidos
y las palabras cortas.
Escribir una carta que no debió existir nunca,
que debió ser voz y llamada,
al menos un gesto,
una caricia,
un silencio plagado de miradas.
Se escribe desde la distancia,
desconociendo el destino,
la reacción de quien la reciba,
el tiempo que la rodea.
Se espera que haya una respuesta,
y se le cubre con lágrimas,
con silencios y propuestas,
con arañazos de ausencia
y reclamos de nostalgia,
con muchas ganas de encuentro,
con ínfulas de perdón.

lunes, 4 de agosto de 2008

Cuando el concierto acaba y se encienden las luces

“Las patas de mi gallina”, “los pollos de mi cazuela”, “más vale sólo”, “que me lleva candanga”, “nos fuimos y me fui”, “ya está”. No entiendo por qué estas frases, entre muchas otras, rebotan por mis entrañas cuando busco el silencio que no tengo.

Hoy recordé algunas cosas de mi infancia: el número de teléfono de mi prima (223 44 19) y hasta el de mi tercera casa (227 91 11), recuerdo los vidrios del kínder explotador, el disfraz de batman de Alejandro y el de Robin de Fernando, la foto de mi abuelo, a quien nunca conocí, colgada en la habitación de mi abuela, y una pequeña silla que todos decían que era de él, y en mi cabeza no tienía sentido alguno (¿cómo, si mi abuelo fue un viejo, iba a tener una silla tan pequeña?). Recordé que solía comer pan con mantequilla y azúcar, que me gustaba todavía la gelatina (especialmente la verde), que creía que mi hermano nacería multicolor, y que una vez fui a las carreras de caballos (cuando existían) y todos le apostamos al caballo que mi papá dijo que era el mejor, todos menos mi prima, que le apostó a un tal caballo Mora, solamente porque tenía el mismo apellido que ella. Adivinen quién ganó.


Todas esas cosas las puedo recordar con increíble detalle, incluso mejor de lo que esas personas logran recordarlas. Lo que daría hoy por tener esa memoria… por recordar las formas, los olores y los colores, pero sobre todo las palabras, las voces, los secretos que dijimos, y las risas que nos reímos, los tiempos esos que ya no tengo.


Creo que nunca había añorando con tanto ardor una buena memoria. Quisiera recordarlo todo, no sólo lo que pasó, sino sobre todo lo que sentí. Pero en cambio sólo tengo un recuerdo borroso y explosivo, que no logro enfocar ni reproducir por completo. Un recuerdo que me insiste y me asegura que pasó, que yo viví ese momento, y que fue en definitiva de los más intensos y felices que he tenido y que tendré.


Recuerdo sobre todo ese concierto. Tanta gente en la Sabana frente al lago, vino barato, frío y humo plácido. Leon Gieco que cantaba con los brazos, y todos nosotros, nosotros todos, aplaudiendo y balanceándonos al mismo tiempo.

Así es la sensación, ya lo he dicho antes: como de haber ido a un excelente concierto. Nunca queremos que acabe, no podemos creer que haya pasado tan rápido y siempre nos deja queriendo más. Nos produce una amargura dulce cuando lo recordamos, porque es inevitable la nostalgia y el reclamo a la memoria por no haber guardado cada nota tocada, cada palabra dicha, cada baile ejecutado. Pero al menos nos quedan los recuerdos, borrosos y excitados, por supuesto, pero al fin recuerdos. Y podemos saber que sí ocurrió, que lo vivimos, aunque noches como esta nos reclamen, en los ojos y en los dedos, todo aquello que hace rato se perdió.

Un gallo mal escupido

Nada podría esperarse de una noche de lunes, como hoy, luego de una tarde de escándalo de gotas explotando contra latas, luego de una tarde de esas que se hacen eternas y no hay forma de acortarlas, ni leyendo, ni durmiendo, ni llorando. Nada podría esperarse más que un poema triste y corto, de esos que, por supuesto, en noches como hoy no logro nunca encontrar. Y yo así, sin triste poema corto, sin tangos añejos lejanos y sin llamadas devueltas, espero con ansia encontrarme un reguero de palabras que otro infeliz (como yo) haya podido dejarme, dejarnos, para mendigar.

Por suerte encuentro el texto de un jovenzuelo conocido (y no es que yo sea señora que visita a sus muertos, sino que realmente conozco al susodicho), y leo saboreando cada frase y cada esquina. No es ningún poema corto, ni cuenta una historia triste, pero le otorgo la tristeza porque es lo que al probarlo me evoca. Seguro en una tarde como la de hoy, en una noche, ese jovenzuelo sufría el mismo padecer que sufro casi todos los días: aquel que no se cura porque no es enfermedad, pero se siente y se llora, y sobre todo se escupe, en forma de gruñido, de pedrada contra un vidrio, de humo blanco espeso, o de poema corto, por lo general muy triste.